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"Breve tratado sobre el Héroe".

"Breve tratado sobre el Héroe".

 

    El siguiente artículo, escrito por el poeta luso Rodrigo Emilio Riberio de Melo en 1973, ha sido incluido en el número 19 de la revista identitaria “Tierra y Pueblo” (http://www.tierraypueblo.com); constituyendo uno de los textos con los que este ejemplar analiza la caballería medieval. De este modo se pretende, tal y como reza la portada de la publicación, ofrecer un modelo humano cuyas virtudes constituyan “herencia y valores para un mundo en crisis”. Frente al hombre-masa que impera en nuestros días, Ribeiro de Melo definió de una forma clara y concisa la esencia del caballero, del héroe que, en medio de un mundo en ruinas, alza su espada para formar parte de la elite que todavía permanece fiel a la metafísica “Orden de la caballería”. Una entidad atemporal y eterna, en cuyas filas se alistan todos aquellos hombres que, despreciando la vida cómoda y fácil, prefieren, como dijera José Antonio, “un Paraíso difícil, erecto e implacable; un Paraíso donde no se descanse nunca y que tenga, junto a las jambas de las puertas, ángeles con espadas”; pues son conscientes de que sólo la vía heroica logrará restaurar en el mundo los valores eternos que edificaron nuestra civilización y que hoy están en peligro. El que sigue es el artículo llamado “Breve tratado sobre el Héroe”:

 

    El héroe es el arquetipo de la consciencia mitológica del Hombre: el acto heroico es una excursión del Hombre a lo absoluto de sí mismo; el heroísmo, la memoria de Dios en el Hombre. Todo aquel que de algún modo, se hace merecer de la dignidad suprema de haberse alzado a la altura de héroe, está en condiciones humanamente ideales de evidenciar las potencialidades divinas (o paradivinas), mediúmnicas o demiúrgicas, del ser humano.

    Con eso quiero decir, en mi opinión, que sólo en la calidad de héroe es que la criatura reduce un poco la distancia que le separa del Creador. Es lo mismo decir que, solamente en aspecto de héroe, tendrá Dios buenas razones de sentirse orgulloso de la criatura, razones de peso para volver a mirarse en ella: pues sólo el héroe, -solo él al final- da a Dios (y a los mortales) la certeza de haber sido el Hombre una creación concebida y espiritualmente materializada, a la imagen y semejanza del Creador.

    Muchos son los campos de la afirmación heroica: muchos y a veces simultáneos, a veces concurrentes. Es el caso del héroe que reconcilia el coraje y la sabiduría, elevándose a un plano de victoriosa supremacía sobre la media humana: “numa mao sempre a espada, noutra a pena” “braco às armas feito, mente às musas dada” (1), Luís de Camoes es aquí citado.

    Entre las más altas espiritualizaciones del heroísmo, hay que incluir a los santos y mártires de la Fe, siendo entendidos como los héroes de Dios; y luego, el héroe de condición guerrera –preferentemente habitado por el espíritu de cruzada- trabajado por la ascesis cristiana: animado y accionado por ese voltaje místico, que da sentido pleno a todos los ideales vitalistas.

    A un nivel superior, el héroe configura así, el modelo de hombre idealmente perfecto, que consigue reunir en sí un difícil equilibrio de virtudes, o toda una gama de desmesuras coronadas por la religión.

    Es atributo del héroe el trascendentalizarse, es decir, humanizar la trascendencia divina, con la inmanencia del propio valor, y consumar, por ahí, una personalidad de excepción, que la hazaña (o proeza) heroica autentificará.

    Concretando. Héroe es todo aquel que en una pequeña porción de tiempo se entrega a al Eternidad. Cuando el tiempo se viene a cobrar el destino de los años que le adelantó en su nacimiento, llega tarde. Porque a esas horas, el héroe ya conquistó en el tiempo la atemporalidad, a poder de hazañas que, no raramente, se sellan en una eternidad de segundos.

    Ahora bien, en el tiempo decadente que vivimos, está bien observar que el sucedáneo del heroísmo es el vedetismo (en el cine, en el teatro, en el deporte, etc.). A medida que aumentan  las filosofías del absurdismo –rindiendo loas a la desmotivación y a la ausencia de finalidad de la existencia-  ponen desde luego en causa la validez humana del héroe. Sírvase frío. “Sírvase muerto” nos dice Reinaldo Ferrerira en Receita para fazer um Herói. Porque héroes, sólo por receta. Allá ellos esos abstrusos “del absurdo”, sólo así se confeccionan héroes; por medio de receta aviada. De lo contrario, se revelan inobtenibles, visto que la fauna existencialista no produce de eso. Y tampoco no admira: figuras chismosas de llevar en el ojal la existencia, exhiben la vida en la solapa. Se comprende: en la solapa. Y como mucho… ¡¡la mariconería mental no entiende más allá de esas vanidades!!

                                                                                                                                                         Rodrigo Emilio Ribeiro de Mello.

(Publicado en O Debate, 1 de Diciembre de 1973)

 

 

  Nota:

 (1) “en una mano la espada, la pena en la otra” “el brazo a las armas hecho, la mente a las musas ofrecida”.

 

¡Feliz Navidad!

¡Feliz Navidad!

  (...)Podemos afirmar, sin temor de ser desmentidos por los hechos, que el catolicismo ha puesto en orden y en concierto todas las cosas humanas. Ese orden y ese concierto, relativamente al hombre, significan que por el catolicismo el cuerpo ha quedado sujeto a la voluntad, la voluntad al entendimiento, el entendimiento a la razón, la razón a la fe, y todo a la caridad, la cual tiene la virtud de transformar al hombre en Dios, purificado con un amor infinito. Relativamente a la familia, significan que por el catolicismo han llegado a constituirse definitivamente las tres personas domésticas, juntas en uno con dichosísima lazada. Relativamente a los gobiernos, significan que por el catolicismo han sido santificadas la autoridad y la obediencia, y condenadas para siempre la tiranía y las revoluciones. Relativamente a la sociedad, significan que por el catolicismo tuvo fin la guerra de las castas y principio la concertada armonía de todos los grupos sociales; que el espíritu de asociaciones fecundas sucedió al espíritu de egoísmo y de aislamiento, y el imperio del amor al imperio del orgullo. Relativamente a las ciencias, a las letras y a las artes, significan que por el catolicismo ha entrado el hombre en posesión de la verdad y de la belleza, del verdadero Dios y de sus divinos resplandores. Resulta, por último, de cuanto llevamos dicho hasta aquí, que con el catolicismo apareció en el mundo una sociedad sobrenatural, excelentísima, perfectísima, fundada por Dios, conservada por Dios, asistida por Dios; que tiene en depósito perpetuamente su eterna palabra; que abastece al mundo del pan de la vida; que ni puede engañarse ni puede engañarnos; que enseña a los hombres las lecciones que aprende de su divino Maestro; que es perfecto trasunto de las divinas perfecciones, sublime ejemplar y acabado modelo de las sociedades humanas.

  Este breve párrafo de Juan Donoso Cortés, extraído de su célebre "Ensayo", resume de una forma íntegra y exacta las consecuencias del acontecimiento más importante de la historia de la humanidad: el nacimiento de Dios; encarnado en un hombre para liberar a nuestra prevaricadora raza de la muerte y de la oscuridad que suponen la existencia de una vida sin trascendencia. Encarnándose, el Señor permitió que el hombre pudiera integrase con plenitud en el orden perfecto y armónico que su amor infinito había creado; instituyendo los siete sacramentos para llenarnos de la Gracia necesaria para alcanzar la santidad; y edificando para ello una Iglesia que los administra.

  Sin embargo, en esta sociedad pagana, apóstata y atea que nos ha tocado padecer, el verdadero significado de la Navidad ha sido destruido. En lugar de adorar a Jesucristo y reconocer pública y socialmente la grandeza de su nacimiento, nuestros compatriotas prefieren entronizar a los falsos dioses del consumismo y del egoísmo. Para ello cuentan con la presencia de un nefasto personaje, ajeno a nuestra tradición católica y española, que se hace llamar “Papa Noel”. Se trata de un invasor procedente de Yanquilandia (no de Laponia o del Polo Norte) y financiado por Coca-Cola; paladín de un imperialismo que pretende asesinar a los Reyes Magos para americanizar a nuestra sociedad, y que está de cada vez más presente en nuestras calles y medios de comunicación. Contra este destructor de tradiciones y costumbres, nosotros, los españoles que todavía enarbolamos la bandera de la Religión católica y del patriotismo, estamos convocados a librar una cruzada. Una cruzada que entronice de nuevo al Señor en el mundo, comenzando por nuestros corazones, siguiendo por nuestras familias y culminando con  toda la sociedad.

   No es esta una misión imposible, y una prueba de ello se encuentra en  el día que eligió Dios para nacer. El Señor no escogió por nada la fecha del 25 de Diciembre. En este día los romanos celebraban la fiesta del “Sol Invictus”, un acontecimiento pagano que, sin embargo, fue bautizado por el Señor; dotándole de un significado de verdad: Él es la única luz que ilumina al mundo con su justicia y con su amor, a través de unas llamas  tan fuertes que nada puede detenerlas, pues son invencibles. Y nosotros, que somos hijos suyos, también lo somos.

¡VIVA CRISTO REY!

¡FELIZ NAVIDAD!

 

La razón de ser del Estado Vaticano.

La razón de ser del Estado Vaticano.

 

  Muchas veces escuchamos a los enemigos de la Iglesia criticar la existencia de los Estados Pontificios, reducidos en la actualidad a la Plaza de San Pedro del Vaticano. Según afirman muchas personas, el hecho de que el Papa disponga de un territorio físico sobre el cual ejerce plena soberanía, demuestra que la Iglesia es una entidad corrupta y corruptora, cuyo único anhelo es el control de la sociedad para enriquecerse y engrosar su supuesto poderío económico. De esta manera, la primitiva humildad y ascética de los cristianos habría sido sustituida por un afán de control político que ha llevado al sucesor de Pedro a aliarse con el poder temporal para obtener de él numerosos beneficios. Del mismo modo, muchas personas, incluso católicas, consideran que la etapa medieval y moderna se caracterizó, en el ámbito eclesial, por una corrupción e hipocresía gigantescas; donde los tópicos inventados por el anticlericalismo decimonónico, según los cuales los conventos de monjas eran prostíbulos, los curas unos borrachos y pederastas, y los obispos auténticos dictadores que explotaban a los campesinos; habían sido una realidad.  De esta manera, se exige que la Iglesia pida perdón por haber gozado de control político, y se pretende que el Papa ceda la soberanía del Vaticano al estado Italiano.

  Sin embargo, tales afirmaciones no son sino tópicos cimentados sobre una ignorancia histórica que es alimentada por el laicismo radical y el relativismo del mundo moderno. Para conocer la razón de ser de los dominios papales, es necesario conocer y comprender el contexto histórico en el que surgieron. Si, según Ortega y Gasset, el hombre es él y sus circunstancias; también una situación histórica es explicable únicamente a través de la comprensión de las circunstancias en que se enmarca. En el caso del dominio político de la Iglesia, el contexto es el siguiente.

  A partir del siglo IV, y a lo largo de los tres siglos siguientes, numerosos pueblos bárbaros cruzaron el “limes” romano, esto es, los ríos Rhin y Danubio y las fortalezas que separaban al Imperio de los pueblos germanos. Las diversas oleadas de invasores no tuvieron un carácter homogéneo, diferenciándose en sus características y el índice de su violencia. Es decir, existieron pueblos que penetraron pacíficamente y otros que lo hicieron a sangre y fuego. Entre los primeros, podemos señalar a los godos, quienes se establecieron en los Balcanes en el año 375. Si bien es cierto que protagonizaron episodios violentos (batalla de Adrianópolis en el 378, saqueo de Roma por Alarico en el 410), al ser un pueblo cristianizado, aunque bajo la herejía arriana, buscaron el entendimiento y la alianza con Roma. Por ello, actuaron como mercenarios del Imperio y firmaron diversos “foedus” o acuerdos; entre los cuales el definitivo fue el acordado en el 418 por Walia, que estableció a los visigodos en el sur de las Galias y el norte de Hispania. Los visigodos asumieron la herencia romana, reconociendo su superioridad y edificando sobre ella la nación española.

  Sin embargo, tal y como hemos mencionado anteriormente, muchos otros invasores penetraron en el Imperio romano con gran violencia y crueldad. Dentro de este segundo grupo, el pueblo más paradigmático lo constituyeron los vándalos, quienes han legado precisamente su nombre como sinónimo de desorden, caos y barbarie.

  De origen indoeuropeo, los vándalos atravesaron el Rhin en el año 406 junto con los suevos y alanos; estableciéndose en Hispania en el año 409. A lo largo del peregrinaje que, huyendo del empuje visigodo, les llevaría hasta África en el año 429, masacraron a poblaciones enteras. Llevados por un inmenso odio hacia la cultura grecolatina  y hacia la religión católica, pilares del Imperio que intentaba hacerles frente, saquearon ciudades enteras, violando, esclavizando y asesinando a sus habitantes; ya que la civitas era el principal foco de la civilización que tanto detestaban. Por ello, frente a esta situación caótica ante la cual la autoridad imperial manifestaba su de cada vez más señalada impotencia, las autoridades civiles se mostraban inútiles. No disponían de los recursos humanos y económicos suficientes para enfrentarse a quienes amenazaban con destruirles.

  Además, la crisis que desde hacía siglos dinamitaba los cimientos del Imperio, también afectaba al carácter y la moral de los gobernantes; que hacía tiempo habían olvidado la sentencia horaciana que afirmaba “Dulce et decorum est pro patria mori” ; máxima que habían sustituido por las bacanales, el egoísmo y el desentendimiento ante la sociedad.

  De esta manera, las autoridades de las civitas romanas optaron por huir de sus palacios y dominios, abandonando a sus súbitos a su suerte y facilitando todavía más la penetración germana. En consecuencia, se produjo un vacío de poder que extendió la anarquía y el caos entre los ciudadanos; quienes, sin una autoridad superior, eran incapaces de oponer resistencia militar a sus enemigos o, en el caso de que fuera posible, pactar con ellos para salvar sus vidas.

  Fue esta situación histórica la que explica los orígenes del tema que nos ocupa, pues la única entidad con capacidad moral suficiente para unir a los ciudadanos católicos ante los bárbaros y para ocupar las vacantes administrativas y políticas, era la Iglesia. La necesidad de dirigir a las urbes llevó a muchos obispos a asumir el poder político para evitar el colapso económico de las ciudades y para defender a los ciudadanos indefensos de sus agresores, realizando esto último a través de la fuerza militar o de la diplomacia. Un ejemplo de estos prelados que intentaron poner a salvo a sus fieles, fue San Agustín; quien murió durante el transcurso del sitio que los vándalos impusieron a Hipona en el año 430.

  Esta situación se produjo a lo largo de todo el Impero Romano, incluida también la ciudad de Roma. Sin embargo, la amenaza bárbara es solo uno de los dos factores que explican la creación de los Estados Pontificios, existiendo también un segundo vector relacionado con la doctrina política que desarrolló la Iglesia en los primeros siglos de su existencia; doctrina a la cual nos referiremos a continuación.

  Desde que Teodosio dividió en el año 395 el Imperio entre sus dos hijos, Arcadio y Honorio, no se produjo solamente un cisma político; sino también otro de índole religiosa que sería de cada vez más claro y profundo. Esta separación tendría una importante ruptura en cuanto a la cosmovisión de  las relaciones Iglesia-Estado entre el Oriente y el Occidente.

  En el primero de estos dos lugares, se desarrolló una doctrina cesaropapista; esto es, que consideraba que el poder imperial gozaba de primacía sobre el eclesial, ya que el Basileus sería el verdadero representante de Dios en la tierra. De esta manera, el Emperador gozaba de una supremacía religiosa que no solo incluía a la administración eclesial, sino incluso también a la doctrina.

  Por el contrario, la Iglesia occidental desarrolló, por primera vez en la historia, una doctrina que establecía la separación entre los poderes religioso y civil. La base de esta dicotomía, era la sentencia evangélica que afirmaba la obligación de “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. De este modo, en el año 494 el papa Gelasio I dirigió una carta al emperador bizantino, Anastasio, para demostrarle la verdadera voluntad de Dios para con las relaciones Iglesia-Estado. Según este pontífice, el Papa ejerce “auctoritas” y el Emperador “potestas”; es decir, el primero goza de primacía en el plano religioso y el segundo en el político, de manera que en las cuestiones políticas el Papa debe someterse al Emperador y en las religiosas, es el Emperador quien debe obedecer al Papa.

  Por esta razón, el poder civil romano dotó de una serie de territorios al Papa, permitiendo de este modo que las necesidades materiales del gobernante de la Iglesia romana pudieran ser garantizadas con una autonomía real con respecto al poder civil. De esta manera, se eludía la posibilidad de que un gobernante impusiera su voluntad al Pontífice chantajeándole en el caso de que éste no pudiera financiar las demandas materiales de la  institución eclesiástica. Además, al gozar el Papa de poder temporal sobre un territorio, se evitaba que el hipotético control que un rey pudiera ejercer sobre el sucesor de Pedro no solo no pudiera ser económico, sino tampoco político.

  Por lo que respecta a la presión germánica, en este caso el pueblo que ocupó el norte de Italia fue el de los lombardos. Se trata de  un pueblo que, empujado por los ávaros y dirigido por el rey Alboino, cruzó los Alpes en el año 568; disputando con Bizancio, asentado en el sur, el control de la península itálica. Ante esta situación que amenazaba con transformar a Italia en un campo de batalla que destrozaría ciudades y campos, y que masacraría poblaciones enteras, el Papa San Gregorio Magno actuó como árbitro entre los dos estados rivales, dirigiendo personalmente el territorio que enlazaba Rávena con Roma para crear un cinturón que separara a Lombardía de la Magna Grecia bizantina. Por otro lado, el cesaropapismo oriental también obligaba a San Gregorio a gobernar los territorios que en el futuro constituirían los Estados Pontificios, pues de no hacerlo la más probable consecuencia sería el sometimiento de Roma ante el Basileus.

  Por tanto, el hecho de que el Papa gobierne en la actualidad el Estado Vaticano no es sino un garante de la independencia de la Iglesia con respecto al poder civil. Tal vez puede parecer exagerado pensar que en la actualidad el Estado Italiano, o cualquier otro, pudiera controlar al Papa en el caso de que éste residiera en suelo de esta nación. Sin embargo, es una situación que ya han intentado muchos personajes a lo largo de la historia, por ejemplo Felipe IV de Francia en el siglo XIV, o Napoleón Bonaparte en el XIX; y que podría ocurrir en el futuro. Si un gobierno ateo y anticatólico, como el comunismo que en la posguerra mundial amenazaba  a Italia, o el Islam que, si no lo remediamos, acabará dominando Europa; logra alcanzar el poder en esta nación, podría imponer su voluntad a la Iglesia con gran facilidad (como ocurre en la actualidad con la Iglesia patriótica china, controlada por el Partido Comunista Chino). Pero al ser la Ciudad del Vaticano un territorio independiente, se garantiza la autonomía de la Iglesia y, en consecuencia, la integridad y la pureza de la doctrina católica.

 

El Cristianismo y la Guerra.

El Cristianismo y la Guerra.

 

 

 En el siguiente artículo, expondremos la concepción que la Religión Cristiana ha tenido con respecto a la guerra a lo largo de sus 2000 años de historia.

  Pero para ello, es necesario conocer previamente la cosmovisión que han tenido acerca de esta realidad las dos culturas que más han influido en el cristianismo, las cuales, a través de sus distintas aportaciones, han contribuido ha clarificar y definir la doctrina de la Santa Iglesia Católica con respecto a la actividad bélica.

 

     La guerra para los judíos.

 

 La primera de las dos realidades influyentes a las cuales nos hemos referido anteriormente, está configurada por la cultura hebrea, esto es, aquella en cuyo seno vivió Jesucristo.

  Se trata de una cultura que considera que Dios es, ante todo, un Juez, es decir, un ser todopoderoso que premia a aquellos que, habiendo sido elegidos por él como componentes de un “Pueblo elegido”, le son fieles; y que castiga a quienes le traicionan o pretenden destruir.

  Por ello, la acción bélica es considerada por los judíos como una actividad restauradora del orden justo y querido por Dios. Desde esta cosmovisión, aseguran los hebreos que un conflicto entre varios ejércitos no es sino una batalla entre Yahvé y los ídolos falsos. En consecuencia, antes de cada batalla, mientras los enemigos de Israel sacaban a sus efigies religiosas para invocar su ayuda, Israel hacía lo propio con el Arca de la Alianza, que representa el carácter religioso del combate.

  Además, estos combates son precedidos y acompañados por toda una serie de rituales religiosos que el Antiguo Testamento describe en el capítulo número 20 del Deuteronomio. Según relata aquí la “Ley de la Guerra”, toda batalla ha de iniciarse con una serie de arengas iniciadas por sacerdotes  y continuadas por los oficiales militares. También se emplean trompetas e instrumentos rituales para convocar a las tropas,  se ofrecen sacrificios a Yahvé y, una vez obtenida la victoria, se procede a consagrar el botín a Dios. Esto último, denominado “Herem”, muestra como la guerra es realizada no como medio de enriquecimiento del pueblo, sino para restaurar el orden deseado por el Creador.

  Como consecuencia del componente religioso de la guerra, Yahvé participa en las batallas libradas por su pueblo. Podemos apreciar esto en distintos episodios del Antiguo Testamento, como por ejemplo en el combate entre David y Goliat, un episodio donde el Señor demuestra a los israelitas que la victoria depende de su voluntad, y no de la fuerza de los contendientes.

  También es importante tener en cuenta que el Rey de Israel es ungido por un Profeta como consecuencia de la necesidad de hacer presente en el pueblo que su poder viene de Dios y que, tal y como se deriva de esto, las armas del monarca están al servicio de la justicia. Por ello, Samuel unge a Saúl, pero este acaba traicionando a aquel que le había concedido su poder. En consecuencia, Yahvé permite que los filisteos le asesinen y busca a un nuevo hombre para ungir. Esta vez, Samuel proclamará Rey a David, el cual también peca contra Dios, pero, a diferencia de su predecesor, se arrepiente y muere estando al servicio del Señor.

  El Señor otorgará numerosas victorias a su pueblo, a través de un ejército que los judíos mantendrán hasta su total destrucción por parte del rey asirio Sargón III en el 721 a.C.

  Posteriormente, en el siglo IV a.C la conquista de la actual Palestina por parte de Alejandro Magno y el postrer desarrollo en este marco geográfico del imperio seléucida, darán lugar a que, ante la contaminación del judaísmo por parte del helenismo, surgiera un nuevo movimiento guerrero contra la ocupación foránea: el movimiento zelota.

 Esta realidad puede apreciarse en los dos libros de los Macabeos, que narran la resistencia armada del pueblo judío por medio de guerrillas.

  La lucha de los Macabeos, nombre de la familia que acaudilló los principales levantamientos anti-helenísticos, es importante en la tradición guerrera cristiana, lo cual queda demostrado por el hecho de que los dos libros que llevan este nombre han sido, el contrario que en el judaísmo, introducidos en el canon bíblico. Por ello, el Papa San Pío X calificó a estos guerreros como "intrépidos defensores de la Religión y de la Patria".

  Pero el análisis de la lucha macabea no solamente es importante para demostrar la herencia de la tradición judía en la posterior cosmovisión cristiana de la guerra, sino también para comprobar la concepción que de esta realidad tenía el pueblo hebreo.

 Esto es, en I Macabeos, 3, 19-22 podemos leer "La victoria no depende del número de nuestros soldados, pues la fuerza viene del cielo. Ellos vienen a atacarnos llenos de insolencia e impiedad, para aniquilarnos y saquearnos... mientras que nosotros peleamos por nuestra vida y nuestra religión. El Señor los aplastará ante nosotros. No los temáis", y en 3,58-60 “Preparaos, sed valientes, más vale morir en la guerra que ver los males de nuestro Pueblo y nuestro Santuario". Estas dos citas demuestran que la guerra es una actividad consagrada a Dios, quien es el artífice de la victoria.

  Por último, para comprender la aportación del judaísmo a la doctrina cristiana de la guerra, es importante clarificar el significado del quinto mandamiento: “No matarás”.

 A menudo, quienes consideran, o quieren considerar, a la religión cristiana como totalmente opuesta a cualquier tipo de violencia, apelan a esta sentencia como noción justificadora de su supuesto pacifismo. A primera vista, podría parecer que Dios condenó  cualquier tipo de actividad bélica cuando entregó a Moisés las Tablas de la Ley en el monte Sinaí; pero esta interpretación es consecuencia de la ausencia de conocimiento de la lengua hebrea. Hasta un intelectual como Miguel de de Unamuno afirmó en una carta dirigida a Ángel Ganivet que “Hoy, que tanto se habla por muchos del reinado social de Jesús, se debía meditar algo más en que tal reinado no puede ser más que el reinado de la paz (…). No hay fariseismo que pueda empañar el claro y terminante: ¡No matarás! Sin embargo, sentencias como esta desconocen el significado que encierra el quinto mandamiento cuando no está traducido al latín o a una lengua vernácula. Mientras que en nuestras Biblias se ha traducido el verbo que en hebreo se escribe “ratsaj” como “matar”, la realidad es que el concepto empleado por lo judíos para esto es el de “qatal”, refriéndose el primero a “asesinar”, esto es, a matar ilícita o injustamente.

  El conocimiento de todo lo expuesto anteriormente es importante para comprender la doctrina católica de la guerra, ya que Jesucristo afirmó que no había venido a revocar la Ley (esto es, el AT), sino a darle cumplimiento. Pero, en base a esto último, ha de tenerse muy presente que, tal y como afirma Ramón Trevijano en uno de sus artículos, la interpretación del Antiguo Testamento es muy diferente entre los judíos y los cristianos, pues el judaísmo interpreta esta Biblia desde la tradición talmúdica y el cristianismo desde el N.T”. Esto es, los católicos aplicamos toda la doctrina que Jesús nos enseñó para comprender el significado de las realidades que nos transmite el Antiguo Testamento, mientras que los judíos actuales lo interpretan de una forma muy diferente que considera a Dios un juez antes que un Padre que ama a sus hijos.

  Sin embargo, antes de entrar de lleno en la doctrina estrictamente cristiana de la actividad militar, es necesario estudiar el segundo de los dos elementos culturales que han aportado su tradición de cosmovisión guerrera al cristianismo.

 

     La guerra en el mundo clásico.

 

  Siguiendo el precepto evangélico de extender la doctrina cristiana por todo el mundo, los apóstoles y sus primitivos sucesores iniciaron la expansión de la Verdadera Religión por los confines del hostil Imperio Romano, esto es, por todo el mundo conocido entonces. Primo Siena escribe en uno de sus últimos artículos que “Ese fue el largo período heroico del cristianismo de las catacumbas, donde algo nuevo y prodigioso estaba acaeciendo: allí no se bautizaban en la nueva fe solo romanos paganos, allí se preparaba y disponía el bautismo de las antiguas tradiciones del mundo pagano por el día en que Roma abandonaría los dioses falaces para reconocer en sus mitos el sello del Dios Ignoto, del Cristo venido sobre la tierra como el Salvador victorioso de la humanidad”.

  Es decir, el cristianismo, que desde sus inicios se autoproclamó la “Religión del logos”, asumió la tradición greco-latina para perfeccionar y definir su doctrina y su teología, ya que esta cultura fue la creadora de la ciencia, de la filosofía y del derecho; realidades que, por ser perfectas obras de la razón humana, se consideraban un reflejo de la razón divina que ordena el cosmos y que Cristo ha revelado al hombre.

  Dentro de esta asimilación de la cultura romana por parte del cristianismo, se incluye también la doctrina de la guerra, que a continuación explicaremos.

  En primer lugar, es necesario conocer que, al igual que para los judíos, la actividad bélica tenía una dimensión religiosa entre los antiguos griegos y romanos. Ellos consideraban que todo conflicto contaba con el beneplácito de los dioses, los cuales intervenían en el mismo. Un claro y conocido ejemplo de esto, podemos apreciarlo en la “Ilíada”, donde la presencia de dioses (como Poseidón, Hera, Apolo) y semidioses (como Aquiles) es continua y determinante.

  Esta obra nos demuestra la cosmovisión religiosa de la guerra en el sentido de que, una simple batalla ocurrida en 1183 a.C, probablemente por el control del paso al Pontos Euximes, llegó a transformarse en todo un mito religioso, transmitido de generación en generación por medio de los “aeros” hasta que Homero sistematizó las distintas versiones del conflicto en torno a una única narración escrita.

  Sin embargo, a pesar de su importancia, el sistema de guerra homérico no es el que  influyó finalmente en la cultura romana y, a partir de aquí, en el cristianismo. Los conflictos que narra la “Iliada”, se basaban en el heroísmo, es decir, en el “agón” o valor individual destinado a la obtención de la gloria o “arete” que transforma a su poseedor en “aristos” (aristócrata).

  Por el contrario, desde la época Arcaica griega (siglos VIII, VII y VI a.C), se extendió en la Hélade una nueva concepción de la guerra que, trascendiendo al individualismo anterior, consideraba a esta actividad como un servicio a la patria y a la sociedad. Mientras que las anteriores batallas podían decidirse a partir de un duelo individual entre los mejores soldados de cada ejército enfrentado (que eran aristoi), en este periodo se introdujo la reforma hoplítica, la cual, además de su importancia táctica, nos muestra el componente de servicio al que anteriormente hemos aludido.

 Esto es, los combatientes eran los propios componentes de la “Polis” o ciudad-estado, los cuales combatían en filas homogéneas que eliminaban las diferencias sociales y donde la misión de cada guerrero no era destacar entre sus compañeros, sino mantener su posición para, con la ayuda de los mismos, derrotar juntos al adversario.

  Esta innovación militar se relaciona con el surgimiento de la “Polis”, palabra que precisamente proviene de “polemos” (guerra), y que se refiere a un concepto que podríamos traducir como nación, ya que no se refiere al sistema político o administrativo, sino a la comunidad humana en sí

  Es decir, Grecia ha transmitido una concepción de la guerra que se caracteriza por considerarla como un servicio a la Patria en peligro, lo cual se consideraba un deber de cada miembro de la nación y que el poeta romano Horacio expresó con la siguiente sentencia: “Dulce et Decorum est pro patria mori” (“Es dulce y honroso morir por la Patria”).

  Los primero historiadores clásicos que hablan de la guerra, fueron Tucídides y Polibio. El primero de los mismos diferenció en el siglo V a.C la existencia de causas y pretextos en todos los conflictos. Mientras que los segundos son simples desencadenantes del enfrentamiento bélico, los primeros son los que determinan su existencia, y en base a los cuales se desarrolló la teoría de legitimización moral de la actividad bélica.

  Los autores clásicos determinaron la presencia de una serie de “causas de al guerra”, que son las siguientes: la ideología (el patriotismo, el honor, la libertad), la economía, y la historia (Roma se consideraba predestinada a controlar todo el mundo).

 Sin embargo, el “bellum iustum” o “guerra justa” solamente se consideraba como tal desde el momento en el que se daban cinco supuestos: carácter defensivo, bien intencionado (esto es, legitimizado por una de las “causas” anteriormente citadas), declarada (es decir, no iniciada a traición), proporcionada, y, finalmente, utilizada solamente como último recurso.

 

  A partir de estas cinco premisas aportadas por la cultura clásica, y de la tradición hebrea, la teología cristiana desarrollaría una determinada concepción de la guerra que, ante todo, se basa en las enseñanzas evangélicas.

 

     La guerra en el Evangelio y en los primeros siglos del Cristianismo.

 

  Puesto que el núcleo de la religión cristiana encuentra su esencia en el Evangelio, es en el estudio del mismo donde podemos encontrar las enseñanzas de Jesucristo con respecto a cualquier temática, como es, en este caso, la guerra.

  Sin embargo, no existe ningún momento en el cual el Señor hable de este tema específicamente, y debemos reconstruir su doctrina a través de pasajes donde se alude a la violencia.

  En uno de ellos, transmitido en MT, 15, 18-19, Jesús califica al homicidio como una actividad impura: “En cambio, lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina la hombre. Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias”. Esto es, Jesús nos enseña que la violencia injusta (“Ratsaj”, cuyo significado ya hemos explicado anteriormente) es una actividad contraria a la naturaleza humana, ya que somos criaturas del Señor, y por tanto Él es el único ser con legitimidad para quitarnos la vida. Toda acción contra-natura es una desobediencia a Dios y un desafío a su poder y autoridad.

   Además, en otros pasajes el Señor nos enseña que el odio es una actividad que también debemos rechazar, pues, por ser hijos de un Dios que es amor, también atentamos contra su voluntad en el momento en que no basamos en Él nuestras acciones: “Habéis oído decir “amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen”.

  Es decir, a partir de lo que hemos visto hasta ahora podemos asegurar que toda actividad desarrollada por odio, como es un asesinato, es condenada por el Cielo, ya que es contraria a la voluntad del Creador.

  Sin embargo, no toda actividad violenta es necesariamente consecuencia del odio; lo cual expresa San Agustín al decir que una bofetada puede ser un acto de caridad y una caricia una invitación al pecado; lo cual implica la existencia de acciones violentas que, aunque pueda parecer paradójico, se basan en el amor y en la justicia.  

   El mejor ejemplo de esto podemos demostrarlo a partir de un ejemplo aportado por el mismo Jesucristo, quien actuó con violencia en una ocasión: “Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". En este episodio vemos como nuestro Señor se enfrenta a los enemigos de su Padre, pero no por odio a los mismos sino por amor al Creador.

  A pesar de lo indicado anteriormente, existen personas que consideran anticristiana la violencia en cualquiera de sus posibles manifestaciones. Para argumentar esta postura, suelen basarse en el episodio evangélico en el que  Pedro defiende con una espada a su Maestro, acción ante la cual éste reacciona afirmando Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere.

  Sin embargo, esto no puede ser una condena al empleo de las armas, ya que si Pedro llevaba una consigo, Jesús lo debía conocer y aprobar. Si responde con esta frase a Pedro es, por un lado, porque no quiere que éste evite que se cumpla la voluntad de Dios: la muerte de Jesús y su resurrección redentora; y, por otro, Pedro es el apóstol al que ha elegido para que le suceda, una misión que no puede quedar vacante y de la que la naciente Iglesia no puede prescindir.

 

   Por tanto, la violencia es injusta siempre que se emplee para atacar al enemigo como consecuencia del odio; pero es justa cuando se utiliza para defender al prójimo en peligro o para restaurar la justicia.

   Pero a partir del Evangelio no solamente podemos conocer las situaciones que justifican la violencia individual, sino también aquellas que hacen lícito el empleo de la fuerza colectiva, esto es, la guerra.

   Para ello es imprescindible conocer que Jesús defiende la sumisión de los cristianos a sus autoridades políticas, siempre que sean legítimas, lo cual expresa al decir a Pilatos que su autoridad proviene de Dios. Esto mismo recordará San Pablo a las primeras comunidades al decirles: "Toda persona debe someterse a las autoridades superiores, porque no hay autoridad si no de Dios; y aquellas que existen han sido ordenadas por Dios. Por lo tanto quien se rebela a la autoridad se opone al orden establecido por Dios. Los magistrados no son temidos por quienes obran bien, sino por aquellos que abran mal. ¿No quieres temer a la autoridad? ¡Obra bien y serás alabado!

  Es decir, los cristianos debemos respetar el Estado, que es un instrumento cuyo objetivo es servir a la patria, lo cual significa que la “tierra de nuestros padres”, a quienes el cuarto mandamiento nos obliga a honrar, es una entidad a la que hemos servir fielmente. Y, puesto que una nación no es sino un sujeto colectivo, todas aquellas enseñanzas que Jesús nos transmitió para reconocer las situaciones que hacen lícito el empleo de la violencia por parte de personas (sujetos individuales), serán igualmente válidas para aquellas otras que se relacionen con una nación (sujeto colectivo). Del mismo modo que es moral el empleo de la violencia  por parte de individuos que actúan en justa defensa, también lo es en el caso de que sea una nación la que actúe de este modo.

  Por esta razón existieron en los primeros siglos de la historia de la Iglesia muchos cristianos militares, cuyo oficio era el de garantizar la defensa del Imperio Romano. El mejor ejemplo podemos encontrarlo en el episodio narrado por Mateo entre los versículos 5 y 11 del octavo capítulo de su versión del Evangelio, donde Jesús califica a un centurión romano como la persona poseedora de la Fe más grande de Israel.

   También San Lucas transmite la existencia de soldados cristianos, ya que en el versículo 14 del tercer capítulo de su Evangelio, unos guerreros preguntan a Jesucristo cual debe ser su forma de actuar, contestándoles él: “No hagáis extorsiones a nadie, ni denuncies falsamente, contentaros con vuestra soldada”. Esto es, no les  prohíbe la vida castrense, sino que les insta a vivirla cristianamente.

  Otros militares cristianos  fueron, por ejemplo, San Alejandro de Drizipara, quien fue asesinado por Maximiliano como consecuencia de negarse a ofrecer sacrificios a los falsos dioses romanos; San Sebastián, martirizado en el siglo III por evangelizar a sus camaradas; y  San Gordio, asesinado por Diocleciano. Es significativo que, siendo guerreros, varios cristianos alcanzaran la palma del martirio, pues esto implica que no ejercían una profesión pecaminosa, sino que estaban realizando una actividad donde se podía sembrar la semilla del Evangelio de la misma manera que en cualquier otra.

   Es a partir de esto último, la persecución romana,  desde donde podemos comprender la hostilidad de varios padres de la Iglesia con respecto al servicio militar: puesto que el Imperio Romano se transformó en un régimen que perseguía a los cristianos, era una entidad ilegítima y, en consecuencia, estar a su servicio constituía una actividad inmoral. Por ello, Orígenes, Tertuliano e Hipólito mostraron en el siglo III posiciones claramente antibelicistas.

  Sin embargo, esta condena al Imperio Romano no suponía una posición pacifista, ya que otros muchos Padres empleaban continuamente metáforas militares para referirse a los cristianos; lo cual no hubiesen hecho si hubieran sido antibelicistas.Un ejemplo de ello podemos encontrarlo en San Ignacio de Antioquia, quien en el siglo I condena servir al Emperador, esto es, el ser “milits Caesar”, pero propone a los seguidores de Cristo ser “milites Chirsti”; o en San Juan Crisóstomo, quien en el siglo IV escribe: “Pues nuestra religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y pelea y batalla. Formemos la línea de combate. Tal como nuestro Rey nos ha mandado, dipuestos siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de todos, alentando a los que permanecen firmes y levantando a los que han caído.”.

 

       La conversión del Imperio Romano y la doctrina de la guerra justa.

 

  Será a partir de la conversión del Imperio Romano cuando las hostilidades de los Padres de la Iglesia con respecto a la guerra desaparezcan, haciendo de este modo posible que se desarrollara el concepto de “guerra justa”.

  No obstante, antes de referirnos a esta doctrina católica, es necesario hacer referencia al episodio, precisamente bélico, que transformó al tiránico Imperio romano en una potencia cristiana. Nos estamos refiriendo a la batalla sobre el Puente Milvio.

  Se trató de un enfrentamiento librado entre Majencio y Constantino en el día 28 de Octubre del 312, como consecuencia de la usurpación del trono imperial por parte del primero; y en cuya víspera ocurrió un episodio que decidiría la batalla a favor de Constantino. Según narra el historiador Eusebio, un ángel se apareció en sueños al futuro emperador, mientras le mostraba una cruz y le aseguraba que “in hoc signo vinces” (“con este signo vencerás”). Inmediatamente, Constantino ordenaría la sustitución de los estandartes paganos por la cruz redentora, obteniendo una gran victoria contra su adversario.

  Como consecuencia, el nuevo Emperador terminaría con la persecución de los cristianos mediante el Edicto de Milán; que permitiría el inicio de una época de paz para la Verdadera religión que culminaría con la proclamación de su oficialidad por parte de Teodosio mediante el Edicto de Tesalónica, promulgado el 24 de Noviembre de 380.

   Es decir, la predicación de la doctrina cristiana entre los romanos iniciada con los doce apóstoles, culminaría con la creación de un estado fiel a esta Religión; un estado que, abandonando su antiguo rol de “azote del cristianismo”, se convirtió en un instrumento al servicio de la Justicia y de la Verdad que sentaría las bases de la futura Europa. Puesto que desde este momento servir al Estado ya no era una actividad inmoral, el oficio militar dejaba definitivamente de ser anticristiano. Además, la actividad bélica se “cristianizaría”, para adaptarla a los principios que desde este momento inspiraron la política del Emperador. Esto se desarrollaría a partir de la denominada “doctrina de la guerra justa”, que a continuación procederemos a presentar.

 

  Se trata de un concepto desarrollado principalmente por San Agustín de Hipona, uno de los más importantes Padres de la Iglesia Católica, que vivió entre los años 354 y 430. Es decir, el contexto histórico en el cual se elabora esta doctrina se caracteriza, en primer lugar, por la existencia de un Imperio totalmente convertido (aunque, eso sí, contaminado por diversas herejías), y, en segundo lugar, por relacionarse con la agonía del mismo debido a la existencia de numerosas invasiones bárbaras; un ejemplo de las cuales fue el sitio a la ciudad de Hipona que los vándalos estaban llevando a cabo en el momento en que San Agustín falleció en esta ciudad.

  Esto es, en este momento la actividad bélica adquiría para el Imperio Romano una misión de subsistencia, ya que suponía la defensa del orden que él representaba en contra de la anarquía bárbara. Este “orden” sería definido más tarde como la sumisión de la “Ley positiva” a la “Ley eterna”, lo cual significa el emplear la justicia como base para la legislación humana como medio para obtener la Paz. Por ello, San Agustín, basándose en el principio evangélico que asegura que la “Paz es obra de la justicia”, definiría a las guerras justas como aquellas cuya misión es la restauración de la Paz. En “La ciudad de Dios” escribe que “se llaman justas las guerras que vengan las injusticias, cuando un pueblo o un estado, al que hay que hacer la guerra se ha descuidado en el castigo de los crímenes de los suyos o en la restitución de lo que ha sido arrebatado por medio de esas injusticias”.

  La restauración de la justicia, es considerada por este Santo como una acción necesaria para permitir el desarrollo integro de la nación en peligro, y por tanto es un deber, ya que el amor a la patria es una virtud que considera muy importante, pues en otro escrito afirmaría: Ama a tu prójimo, pero mas que a tu prójimo, a tus padres, y mas que a tus padres a tu Patria, y mas que a tu Patria, solamente…. a Dios”. Además, el amor a la tierra de nuestros padres es un bien que es antagónico al odio dirigido contra el prójimo, pues una nación se constituye como consecuencia de la solidaridad entre muchos hombres. Por ello, San Agustín escribe que “una guerra se convierte en un mal real cuando el motivo o causas de las mismas son: el amor a la violencia o deseo de hacer dañó, la crueldad revanchista,  el animo fiero e implacablela resistencia salvaje y la codicia del poder o pasión por dominar y otras cosas relacionadas”.

   Por lo tanto, el concepto de “Bellum iustum” o guerra justa se relaciona con el empleo legítimo de la violencia, el cual, tal y como hemos señalado anteriormente, se caracteriza por ser defensivo y consecuencia de la caridad o de la justicia, pero nunca del odio al enemigo.  Asimismo, se trata de una legitimización que también se relaciona con el amor a la patria de los clásicos, ya que San Agustín se basó en el texto de Cicerón denominado “Sobre los deberes” para elaborarlo.

 

    A partir de esta doctrina, otros eruditos cristianos fueron elaborando poco a poco la definición del “bellum iustum”. Uno de ellos, fue el obispo hispano San Isidro de Sevilla (560-636), quien afirmaría que la guerra justa consta de dos características: es iniciada después de haberse advertido del ataque a los enemigos; y puede ser motivada por dos causas defensivas, que son recuperar bienes (“rebus repetendis”) y hacer frente a los enemigos (“propulsandorum hostium”).

   Más tarde, Sto. Tomás (1225-1274) también analizaría en la “Suma teológica” el empleo de la violencia, escribiendo que “Soportar pacientemente las injurias inferidas contra nosotros es digno de alabanza, pero soportar pacientemente las injurias inferidas contra Dios sería el colmo de la impiedad”. En esta reflexión, el Santo de Aquino hace referencia a las enseñanzas evangélicas que antes hemos analizado, recordando que, aunque hemos de ofrecer la otra mejilla a quien nos golpee la primera, también tenemos la obligación de empuñar el látigo para defender al Señor, esto es, para restaurar la justicia que de Él proviene y que muchas veces se encuentra en peligro por causa de la ambición de los hombres.

   A partir de esta premisa, Sto. Tomás describiría en otro capítulo del mismo libro las condiciones que permiten justificar la guerra. Según él, “Estas tres condiciones son: Primero, se requiere que la guerra sea declarada por la autoridad gobernante o el príncipe.  Ningún ente privado puede declarar la guerra, dicha responsabilidad le corresponde al que le ha sido delegada la autoridad para dirigir y de tomar decisiones dentro de la nación. Segundo, se requiere una justa causa, a saber, que quienes son impugnados merezcan por alguna culpa probada esa impugnación. Tercero, se requiere que sea recta la intención de los combatientes.  Es necesario que se promueva el bien y que se evite el mal durante la guerra”. Es decir, recogiendo la tradición aportada por sus predecesores, Sto. Tomás recuerda que toda guerra ha de ser defensiva y justa, y por ello los combatientes deben comportarse con caballerosidad y sin causar males mayores que los que pretenden solucionar. También se condena con estos requisitos la práctica de la “guerra individual”, que más tarde se llamaría terrorismo, y que consiste en la actividad bélica realizada a instancias del Estado, por instituciones o grupos particulares que emplean la violencia para obtener unos objetivos, dando lugar a una gran cantidad de excesos y violaciones de la Ley Natural que una guerra sujeta a la Ley, al Estado, podría reducir. Un ejemplo de ello podría encontrarse en los pogromos, o asesinatos de etnias como la judía, que en la Edad Media fueron numerosos en varias ocasiones y que, aunque solían partir por iniciativa de clérigos o religiosos, la Iglesia oficial siempre rechazo por violar la voluntad de Dios.

   Las Cruzadas.

 

    Toda la doctrina católica relacionada con la guerra fue de una gran importancia en el devenir histórico de la Cristiandad. Esta unidad cultural e histórica que actualmente denominamos Europa se constituyó como consecuencia de la fusión entre dos realidades opuestas: los pueblos bárbaros y el Imperio Romano. Los invasores procedentes de fuera del “limes” crearon nuevas realidades nacionales sobre las ruinas del Imperio que habían destruido, asimilando la cultura que encontraron pero también aportando aspectos de la suya, como era la devoción por la violencia. 

   Ante esta situación, el carácter guerrero de los reyes y de los nobles, la Iglesia comenzó a extender el concepto de bellum iustum entre los príncipes cristianos, para evitar guerras innecesarias y los excesos que provocaban las mismas. De esta manera, se constituyó el ideal caballeresco, consistente en la consideración de la violencia como un medio para servir a los débiles, a los indefensos, a los compatriotas…, defendiéndolos de adversidades y amenazas como aquella que había provocado la erradicación del cristianismo en el Norte de África y en los extremos del Mediterráneo: el Islam.

   De una forma paralela a la aparición del paradigma caballeresco, surgió el concepto que asumiría los preceptos de la guerra cristiana, si bien sus características serían diferentes de las de otros momentos en que se aplicaría la doctrina de la Guerra Justa. Nos estamos refiriendo, a la idea de Cruzada, consistente en un tipo de actividad bélica defensiva realizada a iniciativa de la propia Iglesia con el objetivo de evitar la caída de la Cristiandad en manos de los musulmanes, desarrollándose sus manifestaciones en tres principales escenarios: España, Tierra Santa y el Báltico.

  Se trataba de guerras que aunaban los significados de “Guerra” y de “Peregrinación”, nutriéndose sus ejércitos con campesinos y trabajadores de clases humildes que acudían a la llamada del Papa para obtener indulgencias o para hacer penitencia. Un ejemplo de esto último, podemos encontrarlo en el catalán Castelló, quien participó en estas guerras para obtener el perdón del Santo Padre por su pecado de herejía, o en Ricardo Corazón de León, quien acudió, entre otras cosas, para hacer penitencia por sus acciones de sodomía.

   Además, la propia Iglesia era la encargada de subvencionar la guerra, cediendo indulgencias a quienes la apoyaban económicamente, y aportando privilegios a los cruzados, como extensiones fiscales o protecciones familiares. También eran los clérigos los encargados de reclutar a los soldados, lo cual dio lugar a la aparición predicadores como San Bernardo de Claraval (1090-1153),  que recorrían Europa para llamar al combate a los cristianos.

  Fue precisamente este Santo, el gran reclutador de la Segunda Cruzada, iniciando su predicación en Vézelay, donde aseguró después que "Abrí la boca, hablé, e inmediatamente los cruzados se multiplicaron hasta el infinito. Las aldeas y villas están vacías; apenas hay un hombre por cada siete mujeres. Por todas partes se ven viudas, cuyos maridos aún viven". No obstante, este llamamiento a la guerra no olvidaba las características del bellum iustum, pues también afirmaría que “la guerra no puede ser otra cosa que un mal menor, que se ha de utilizar lo menos posible”. Otros eclesiásticos que llamaron a la Cruzada fueron el Papa Urbano II y Pedro el Ermitaño, ambos en la primera.

  Al principio, estas guerras fueron dirigidas por varios nobles y luego por reyes. Sin embargo, a partir de la II Cruzada, el Papa nombraría a un Caudillo, debido a varias razones que Alfonso X el Sabio escribió en Las Partidas: “Acaudillamiento según dijeron los antiguos es la primera cosa que los hombres deben hacer en tiempo de guerra, pues si este es hecho como debe, nacen de ello tres bienes: el primero, que los hace ser unos; y segundo, que los hace ser vencedores y llegar a lo que quieren; el tercero, que los hace tener por bienandantes y por de buen seso y además, por el buen acaudillamiento vencen muchas veces los pocos a los muchos y hace cobrar otrosí a vencer a los que son vencidos”.

   En contra del concepto de Yihad musulmán, consistente en el empleo de la guerra como medio para extender la religión, las Cruzadas fueron solamente guerras defensivas. Por ello, San Bernardo recordaría que la guerra “entre cristianos solo es justa cuando peligra la unidad de la Iglesia; contra los judíos, los heréticos, los paganos, ha de evitarse la violencia, ya que la verdad no se impone con la fuerza. El cristiano debe convencer, y solo se justifica una guerra defensiva”.

 

      Desde el nacimiento del iustum bellum hasta la actualidad.

 

     Una vez enraizada la concepción cristiana de la guerra, la Iglesia ha mantenido esta cosmovisión de la actividad bélica hasta nuestros días. Desde que San Agustín iniciara esta teoría, hasta la actualidad, fueron numerosos los eclesiásticos que escribieron acerca de la necesidad de que los reyes cristianos se guiaran por los preceptos del iustum bellum. De entre ellos, podemos destacar al Padre Vitoria (1486-1546), quien vuelve a recordar que “La diversidad de Religión, no da motivo legítimo para la guerra, ni tampoco la conveniencia  o engrandecimiento del Príncipe o el Rey”, y también apela a los solados a no cometer abusos ni crímenes de guerra.

   Sin embargo, la cosmovisión guerrera de los gobernantes europeos abandonaría esta teoría rápidamente, especialmente desde el inicio de la Revolución francesa (1789) y el desarrollo de las guerras que ésta provocó. El hombre que encarnó los destinos de este periodo histórico, Napoleón Bonaparte, destruiría el iustum bellum desde el momento en que, en palabras de Von Clausewitz, considerara a la guerra como “la prolongación de la política por otros medios”. Esto es, para aquel que muy justamente fue denominado por sus contemporáneos “El tirano de Europa”, la guerra ya no era un mal que se debía evitar, sino un medio para extender su ideología. Además, puesto que su táctica se cimentaba en la “fuerza” y el “engaño”, las batallas se basaban en acumular la mayor cantidad posible de hombres con el objeto de que destruyeran totalmente a sus enemigos, evitando la clemencia y, también, saqueando todas sus poblaciones porque otra de las innovaciones introducidas por el “Corso” fue la de no transportar suministros con sus tropas, para aumentar de este modo su rapidez.

   Desde este momento hasta nuestros días, la guerra ha perdido las características que le atribuyeron los teólogos católicos, transformándose en un simple medio de enriquecimiento y de prestigio. Por ello, la Santa Iglesia Católica continúa defendiendo la “cristianización de la guerra”, razón por la cual en el Catecismo actual se dedican varios puntos a este tema.

   Según podemos leer en el capítulo denominado “La defensa de la Paz”, debido a que el homicidio es una acción contraria a la Ley de Dios, “todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras”, ya que una situación bélica es siempre causa de sufrimiento y violaciones de la voluntad de Dios. No obstante, “la prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa es un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común”.

   Es decir, tal y como aseguraron los obispos españoles que firmaron la Carta Colectiva que hicieron pública el 1 de Julio de 1937, durante la Guerra Civil española, aunque “la guerra (es) uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es, a veces, el remedio heroico (y) único para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz”.

   Por lo tanto, la Santa Madre Iglesia aporta cuatro premisas que son indispensables para calificar a toda acción bélica como iustum bellum:

  1. “Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto”.
  2. “Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficientes”.
  3. “Que se reúnan las condiciones serias de éxito”.
  4. “Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición”.

 

  Como conclusión a este trabajo, podemos asegurar que las cuatro condiciones anteriormente mencionadas recogen y resumen la concepción que de la violencia, y de la guerra, ha tenido el cristianismo a lo largo de la historia: Se trata de una realidad defensiva, basada no en el egoísmo o el expansionismo, sino en el amor al prójimo y a la Patria, y cuya misión ha de ser siempre la restauración de la justicia.

 

Bibliografía y fuentes:

·        Apuntes del simposio sobre “Guerra santa y guerra justa en la tradición judía, clásica, cristiana y musulmana”, celebrado por la UNED en el Instituto de historia y cultura militar entre los días 5 y 8 de Mayo de2008.

·        RONLDÁN HERVÁS, José Manuel. Historia de Roma. Salamanca, Editorial  Universidad de Salamanca, 1995.

·        Biblia de Jerusalén. Bilbao. Ed. Desclee de Broker, 2002

·        LEON DUFOUR, Xavier. Vocabulario de teología bíblica. Barcelona, Editorial Herder S.A, 2001.

·        Catecismo de la Iglesia Católica. Bilbao, Asociación de editores del Catecismo, 1992.

·        HERNANDO, Bernardino. Delirios de cruzada. Madrid, Ediciones 99, 1997.

 

Epístola a Diogneto.

Epístola a Diogneto.

 En el día de hoy, 7 de Julio, la Santa Iglesia Católica recuerda a San Panteno de Alejandría; un misionero y Padre de la Iglesia que vivió en el siglo II y al cual algunos estudiosos y teólogos atribuyen la autoría de un escrito apologetico denominado "Epístola a Diogneto".

 Se trata de un texto en el cual el autor explica de una forma sencilla pero profunda la esencia de la Verdadera Religión, dirigíendose a un personaje que algunos relacionan con el entorno del emperador Marco Aurelio.

 Puesto que es uno de los escritos patrísticos que más me gustan, aprovecho la onomástia de hoy para copiarlo:

 

 

EPÍSTOLA A DIOGNETO

I. Como veo, muy excelente Diogneto, que tienes gran interés en comprender la religión de los cristianos, y que tus preguntas respecto a los mismos son hechas de modo preciso y cuidadoso, sobre el Dios en quien confían y cómo le adoran, y que no tienen en consideración el mundo y desprecian la muerte, y no hacen el menor caso de los que son tenidos por dioses por los griegos, ni observan la superstición de los judíos, y en cuanto a la naturaleza del afecto que se tienen los unos por los otros, y de este nuevo desarrollo o interés, que ha entrado en las vidas de los hombres ahora, y no antes: te doy el parabién por este celo, y pido a Dios, que nos proporciona tanto el hablar como el oír, que a mí me sea concedido el hablar de tal forma que tú puedas ser hecho mejor por el ofr, y a ti que puedas escuchar de modo que el que habla no se vea decepcionado.

II. Así pues, despréndete de todas las opiniones preconcebidas que ocupan tu mente, y descarta el hábito que te extravía, y pasa a ser un nuevo hombre, por así decirlo, desde el principio, como uno que escucha una historia nueva, tal como tú has dicho de ti mismo. Mira no sólo con tus ojos, sino con tu intelecto también, de qué sustancia o de qué forma resultan ser estos a quienes llamáis dioses y a los que consideráis como tales. ¿No es uno de ellos de piedra, como la que hallamos bajo los pies, y otro de bronce, no mejor que las vasijas que se forjan para ser usadas, y otro de madera, que ya empieza a ser presa de la carcoma, y otro de plata, que necesita que alguien lo guarde para que no lo roben, y otro de hierro, corroído por la herrumbre, y otro de arcilla, material no mejor que el que se utiliza para cubrir los servicios menos honrosos? ¿No son de materia perecedera? ¿No están forjados con hierro y fuego? ¿No hizo uno el escultor, y otro el fundidor de bronce, y otro el platero, y el alfarero otro? Antes de darles esta forma la destreza de estos varios artesanos, ¿no le habría sido posible a cada uno de ellos cambiarles la forma y hacer que resultaran utensilios diversos? ¿No sería posible que las que ahora son vasijas hechas del mismo material, puestas en las manos de los mismos artífices, llegaran a ser como ellos? ¿No podrían estas cosas que ahora tú adoras ser hechas de nuevo vasijas como las demás por medio de manos de hombre? ¿No son todos ellos sordos y ciegos, no son sin alma, sin sentido, sin movimiento? ¿No se corroen y pudren todos ellos? A estas cosas llamáis dioses, de ellas sois esclavos, y las adoráis; y acabáis siendo lo mismo que ellos. Y por ello aborrecéis a los cristianos, porque no consideran que éstos sean dioses. Porque, ¿no los despreciáis mucho más vosotros, que en un momento dado les tenéis respeto y los adoráis? ¿No os mofáis de ellos y los insultáis en realidad, adorando a los que son de piedra y arcilla sin protegerlos, pero encerrando a los que son de plata y oro durante la noche, y poniendo guardas sobre ellos de día, para impedir que os los roben? Y, por lo que se refiere a los honores que creéis que les ofrecéis, si son sensibles a ellos, más bien los castigáis con ello, en tanto que si son insensibles les reprocháis al propiciarles con la sangre y sebo de las víctimas. Que se someta uno de vosotros a este tratamiento, y que sufra las cosas que se le hacen a él. Sí, ni un solo individuo se someterá de buen grado a un castigo así, puesto que tiene sensibilidad y razón; pero una piedra se somete, porque es insensible. Por tanto, desmentís su sensibilidad. Bien; podría decir mucho más respecto a que los cristianos no son esclavos de dioses así; pero aunque alguno crea que lo que ya he dicho no es suficiente, me parece que es superfluo decir más.

III. Luego, me imagino que estás principalmente deseoso de oír acerca del hecho de que no practican su religión de la misma manera que los judíos. Los judíos, pues, en cuanto se abstienen del modo de culto antes descrito, hacen bien exigiendo reverencia a un Dios del universo y al considerarle como Señor, pero en cuanto le ofrecen este culto con métodos similares a los ya descritos, están por completo en el error. Porque en tanto que los griegos, al ofrecer estas cosas a imágenes insensibles y sordas, hacen una ostentación de necedad, los judíos, considerando que están ofreciéndolas a Dios, como si El estuviera en necesidad de ellas, deberían en razón considerarlo locura y no adoración religiosa. Porque el que hizo los cielos y la tierra y todas las cosas que hay en ellos, y nos proporciona todo lo que necesitamos, no puede Él mismo necesitar ninguna de estas cosas que El mismo proporciona a aquellos que se imaginan que están dándoselas a Él. Pero los que creen que le ofrecen sacrificios con sangre y sebo y holocaustos, y le honran con estos honores, me parece a mí que no son en nada distintos de los que muestran el mismo respeto hacia las imágenes sordas; porque los de una clase creen apropiado hacer ofrendas a cosas incapaces de participar en el honor, la otra clase a uno que no tiene necesidad de nada.

IV. Pero, además, sus escrúpulos con respecto a las carnes, y su superstición con referencia al sábado y la vanidad de su circuncisión y el disimulo de sus ayunos y lunas nuevas, yo [no] creo que sea necesario que tú aprendas a través de mí que son ridículas e indignas de consideración alguna. Porque, ¿no es impío el aceptar algunas de las cosas creadas por Dios para el uso del hombre como bien creadas, pero rehusar otras como inútiles y superfluas? Y, además, el mentir contra Dios, como si Él nos prohibiera hacer ningún bien en el día de sábado, ¿no es esto blasfemo? Además, el alabarse de la mutilación de la carne como una muestra de elección, como si por esta razón fueran particularmente amados por Dios, ¿no es esto ridículo? Y en cuanto a observar las estrellas y la luna, y guardar la observancia de meses y de días, y distinguir la ordenación de Dios y los cambios de las estaciones según sus propios impulsos, haciendo algunas festivas y otras períodos de luto y lamentación, ¿quién podría considerar esto como una exhibición de piedad y no mucho más de necedad? El que los cristianos tengan razón, por tanto, manteniéndose al margen de la insensatez y error común de los judíos, y de su excesiva meticulosidad y orgullo, considero que es algo en que ya estás suficientemente instruido; pero, en lo que respecta al misterio de su propia religión, no espero que puedas ser instruido por ningún hombre.

V. Porque los cristianos no se distinguen del resto de la humanidad ni en la localidad, ni en el habla, ni en las costumbres. Porque no residen en alguna parte en ciudades suyas propias, ni usan una lengua distinta, ni practican alguna clase de vida extraordinaria. Ni tampoco poseen ninguna invención descubierta por la inteligencia o estudio de hombres ingeniosos, ni son maestros de algún dogma humano como son algunos. Pero si bien residen en ciudades de griegos y bárbaros, según ha dispuesto la suene de cada uno, y siguen las costumbres nativas en cuanto a alimento, vestido y otros arreglos de la vida, pese a todo, la constitución de su propia ciudadanía, que ellos nos muestran, es maravillosa (paradójica), y evidentemente desmiente lo que podría esperarse. Residen en sus propios países, pero sólo como transeúntes; comparten lo que les corresponde en todas las cosas como ciudadanos, y soportan todas las opresiones como los forasteros. Todo país extranjero les es patria, y toda patria les es extraña. Se casan como todos los demás hombres y engendran hijos; pero no se desembarazan de su descendencia (abortos). Celebran las comidas en común, pero cada uno tiene su esposa. Se hallan en la carne, y, con todo, no viven según la carne. Su existencia es en la tierra, pero su ciudadanía es en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y sobrepasan las leyes en sus propias vidas. Aman a todos los hombres, y son perseguidos por todos. No se hace caso de ellos, y, pese a todo, se les condena. Se les da muerte, y aun así están revestidos de vida. Piden limosna, y, con todo, hacen ricos a muchos. Se les deshonra, y, pese a todo, son glorificados en su deshonor. Se habla mal de ellos, y aún así son reivindicados. Son escarnecidos, y ellos bendicen; son insultados, y ellos respetan. Al hacer lo bueno son castigados como malhechores; siendo castigados se regocijan, como si con ello se les reavivara. Los judíos hacen guerra contra ellos como extraños, y los griegos los persiguen, y, pese a todo, los que los aborrecen no pueden dar la razón de su hostilidad.

VI. En una palabra, lo que el alma es en un cuerpo, esto son los cristianos en el mundo. El alma se desparrama por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos por las diferentes ciudades del mundo. El alma tiene su morada en el cuerpo, y, con todo, no es del cuerpo. Así que los cristianos tienen su morada en el mundo, y aun así no son del mundo. El alma que es invisible es guardada en el cuerpo que es visible; así los cristianos son reconocidos como parte del mundo, y, pese a ello, su religión permanece invisible. La carne aborrece al alma y está en guerra con ella, aunque no recibe ningún daño, porque le es prohibido permitirse placeres; así el mundo aborrece a los cristianos, aunque no recibe ningún daño de ellos, porque están en contra de sus placeres. El alma ama la carne, que le aborrece y (ama también) a sus miembros; así los cristianos aman a los que les aborrecen. El alma está aprisionada en el cuerpo, y, con todo, es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos son guardados en el mundo como en una casa de prisión, y, pese a todo, ellos mismos preservan el mundo. El alma, aunque en sí inmortal, reside en un tabernáculo mortal; así los cristianos residen en medio de cosas perecederas, en tanto que esperan lo imperecedero que está en los cielos. El alma, cuando es tratada duramente en la cuestión de carnes y bebidas, es mejorada; y lo mismo los cristianos cuando son castigados aumentan en número cada día. Tan grande es el cargo al que Dios los ha nombrado, y que miles es legítimo declinar.

VII. Porque no fue una invención terrenal, como dije, lo que les fue encomendado, ni se preocupan de guardar tan cuidadosamente ningún sistema de opinión mortal, ni se les ha confiado la dispensación de misterios humanos. Sino que, verdaderamente, el Creador Todopoderoso del universo, el Dios invisible mismo de los cielos plantó entre los hombres la verdad y la santa enseñanza que sobrepasa la imaginación de los hombres, y la fijó firmemente en sus corazones, no como alguien podría pensar, enviando (a la humanidad) a un subalterno, o a un ángel, o un gobernante, o uno de los que dirigen los asuntos de la tierra, o uno de aquellos a los que están confiadas las dispensaciones del cielo, sino al mismo Artífice y creador del universo, por quien Él hizo los cielos, y por quien Él retuvo el mar en sus propios límites, cuyos misterios (ordenanzas) observan todos los elementos fielmente, de quien [el sol] ha recibido incluso la medida de su curso diario para guardarlo, a quien la luna obedece cuando Él le manda que brille de noche, a quien las estrellas obedecen siguiendo el curso de la luna, por el cual fueron ordenadas todas las cosas y establecidos y puestos en sujeción, los cielos y las cosas que hay en los cielos, la tierra y las cosas que hay en la tierra, el mar y las cosas que hay en el mar, fuego, aire, abismo, las cosas que hay en las alturas, las cosas que hay en lo profundo, las cosas que hay entre los dos. A éste les envió Dios. ¿Creerás, como supondrá todo hombre, que fue enviado para establecer su soberanía, para inspirar temor y terror? En modo alguno. Sino en mansedumbre y humildad fue enviado. Como un rey podría enviar a su hijo que es rey; Él le envió como enviando a Dios; le envió a El como [un hombre] a los hombres; le envió como Salvador, usando persuasión, no fuerza; porque la violencia no es atributo de Dios. El le envió como mvitándonos, no persiguiéndonos; Él le envió como amándonos, no juzgándonos. Porque Él enviará en juicio, y ¿quién podrá resistir su presencia?... ¿[No ves] que los echan a las fieras para que nieguen al Señor, y, con todo, no lo consiguen? ¿No ves que cuanto más los castigan, tanto más abundan? Estas no son las obras del hombre; son el poder de Dios; son pruebas de su presencia.

VIII. Porque, ¿qué hombre tenía algún conocimiento de lo que Dios es, antes de que Él viniera? ¿O aceptas tú las afirmaciones vacías y sin sentido de los filósofos presuntuosos, de los cuales, algunos dijeron que Dios era fuego (invocan como Dios a aquello a lo cual irán ellos mismos), y otros agua, y otros algún otro de los elementos que fueron creados por Dios? Y, pese a todo, si alguna de estas afirmaciones es digna de aceptación, cualquier otra cosa creada podría lo mismo ser hecha Dios. Sí, todo esto es charlatanería y engaño de los magos; y ningún hombre ha visto o reconocido a Dios, sino que El se ha revelado a sí mismo. Y El se reveló (a sí mismo) por fe, sólo por la cual es dado el ver a Dios. Porque Dios, el Señor y Creador del universo, que hizo todas las cosas y las puso en orden, demostró no sólo que era propicio al hombre, sino también paciente. Y así lo ha sido siempre, y lo es, y lo será, bondadoso y bueno y justo y verdadero, y El sólo es bueno. Y habiendo concebido un plan grande e inefable, lo comunicó sólo a su Hijo. Porque en tanto que El había mantenido y guardado este plan sabio como un misterio, parecía descuidarnos y no tener interés en nosotros. Pero cuando Él lo reveló por medio de su amado Hijo, y manifestó el propósito que había preparado desde el principio, Él nos dio todos estos dones a la vez, participación en sus beneficios y vista y entendimiento de (misterios) que ninguno de nosotros habría podido esperar.

IX. Habiéndolo, pues, planeado ya todo en su mente con su Hijo, permitió durante el tiempo antiguo que fuéramos arrastrados por impulsos desordenados según deseábamos, descarriados por placeres y concupiscencias, no porque Él se deleitara en nuestros pecados en absoluto, sino porque Él tenía paciencia con nosotros; no porque aprobara este período pasado de iniquidad, sino porque Él estaba creando la presente sazón de justicia, para que, redargüidos del tiempo pasado por nuestros propios actos como indignos de vida, pudiéramos ahora ser hechos merecedores de la bondad de Dios, y habiendo dejado establecida nuestra incapacidad para entrar en el reino de Dios por nuestra cuenta, hacerlo posible por la capacidad de Dios. Y cuando nuestra iniquidad había sido colmada plenamente, y se había hecho perfectamente manifiesto que el castigo y la muerte eran de esperar como su recompensa, y hubo llegado la sazón que Dios había ordenado, cuando a partir de entonces Él manifestaría su bondad y poder (oh la bondad y amor de Dios sobremanera grande), Él no nos aborreció, ni nos rechazó, ni nos guardó rencor, sino que fue longánimo y paciente, y por compasión hacia nosotros tomó sobre sí nuestros pecados, y El mismo se separó de su propio Hijo como rescate por nosotros, el santo por el trasgresor, el inocente por el malo, el justo por los injustos, lo incorruptible por lo corruptible, lo inmortal por lo mortal. Porque, ¿qué otra cosa aparte de su justicia podía cubrir nuestros pecados? ¿En quién era posible que nosotros, impíos y libertinos, fuéramos justificados, salvo en el Hijo de Dios? ¡Oh dulce intercambio, oh creación inescrutable, oh beneficios inesperados; que la iniquidad de muchos fuera escondida en un Justo, y la justicia de uno justificara a muchos que eran inicuos! Habiéndose, pues, en el tiempo antiguo demostrado la incapacidad de nuestra naturaleza para obtener vida, y habiéndose ahora revelado un Salvador poderoso para salvar incluso a las criaturas que no tienen capacidad para ello, Él quiso que, por las dos razones, nosotros creyéramos en su bondad y le consideráramos como cuidador, padre, maestro, consejero, médico, mente, luz, honor, gloria, fuerza y vida.

X. Si deseas poseer esta fe, has de recibir primero un conocimiento pleno del Padre. Porque Dios amó a los hombres, por amor a los cuales había hecho el mundo, a los cuales sometió todas las cosas que hay en la tierra, a los cuales dio razón y mente, a los cuales solamente permitió que levantaran los ojos al cielo, a quienes creó según su propia imagen, a quienes envió a su Hijo unigénito, a quienes Él prometió el reino que hay en el cielo, y lo dará a los que le hayan amado. Y cuando hayas conseguido este pleno conocimiento, ¿de qué gozo piensas que serás llenado, o cómo amarás a Aquel que te amó a ti antes? Y amándole serás un imitador de su bondad. Y no te maravilles de que un hombre pueda ser un imitador de Dios. Puede serlo si Dios quiere. Porque la felicidad no consiste en enseñorearse del prójimo, ni en desear tener más que el débil, ni en poseer riqueza y usar fuerza sobre los inferiores; ni puede nadie imitar a Dios haciendo estas cosas; sí, estas cosas se hallan fuera de su majestad. Pero todo el que toma sobre sí la carga de su prójimo, todo el que desea beneficiar a uno que es peor en algo en lo cual él es superior, todo el que provee a los que tienen necesidad las posesiones que ha recibido de Dios, pasa a ser un dios para aquellos que lo reciben de él, es un imitador de Dios. Luego, aunque tú estás colocado en la tierra, verás que Dios reside en el cielo; entonces empezarás a declarar los misterios de Dios; entonces amarás y admirarás a los que son castigados porque no quieren negar a Dios; entonces condenarás el engaño y el error en el mundo; cuando te des cuenta que la vida verdadera está en el cielo, cuando desprecies la muerte aparente que hay en la tierra, cuando temas la muerte real, que está reservada para aquellos que serán condenados al fuego eterno que castigará hasta el fin a los que sean entregados al mismo. Entonces admirarás a los que soportan, por amor a la justicia, el fuego temporal, y los tendrás por bienaventurados cuando veas que el fuego...

Epílogo

 XI. Mis discursos no son extraños ni son perversas lucubraciones, sino que habiendo sido un discípulo de los apóstoles, me ofrecí como maestro de los gentiles, ministrando dignamente, a aquellos que se presentan como discípulos de la verdad, las lecciones que han sido transmitidas. Porque el que ha sido enseñado rectamente y ha entrado en amistad con el Verbo, ¿no busca aprender claramente las lecciones reveladas abiertamente por el Verbo a los discípulos; a quienes el Verbo se apareció y se las declaró, hablando con ellos de modo sencillo, no percibidas por los que no son creyentes, pero sí referidas por Él a los discípulos a quienes consideró fieles y les enseñó los misterios del Padre? Por cuya causa Él envió al Verbo, para que Él pudiera aparecer al mundo, el cual, siendo despreciado por el pueblo (judío), y predicado por los apóstoles, fue creído por los gentiles. Este Verbo, que era desde el principio, apareció ahora y, con todo, se probé que era antiguo, y es engendrado siempre de nuevo en los corazones de los santos. Este Verbo, digo, que es eterno, es el que hoy es contado como Hijo, a través del cual la Iglesia es enriquecida y la gracia es desplegada y multiplicada entre los santos, gracia que confiere entendimiento, que revela misterios, que anuncia sazones, que se regocija sobre los fieles, que es concedida a los que la buscan, a aquellos por los cuales no son quebrantadas las promesas de la fe, ni son sobrepasados los límites de los padres. Con lo que es cantado el temor de la ley, y la gracia de los profetas es reconocida, y la fe de los evangelios es establecida, y es preservada la tradición de los apóstoles, y exulta el gozo de la Iglesia. Si tú no contristas esta gracia, entenderás los discursos que el Verbo pone en la boca de aquellos que desea cuando Él quiere. Porque de todas las cosas que por la voluntad imperativa del Verbo fuimos impulsados a expresar con muchos dolores, de ellas os hicimos partícipes, por amor a las cosas que nos fueron reveladas.

XII. Confrontados con estas verdades y escuchándolas con atención, sabréis cuánto concede Dios a aquellos que (le) aman rectamente, que pasan a ser un Paraíso de deleite, un árbol que lleva toda clase de frutos y que florece, creciendo en sí mismos y adornados con vanos frutos. Porque en este jardín han sido plantados un árbol de conocimiento y un árbol de vida; con todo, el árbol de conocimiento no mata, pero la desobediencia mata; porque las escrituras dicen claramente que Dios desde el comienzo plantó un árbol [de conocimiento y un árbol] de vida en medio del Paraíso, revelando vida por medio del conocimiento; y como nuestros primeros padres no lo usaron de modo genuino, fueron despojados por el engaño de la serpiente. Porque ni hay vida sin conocimiento, ni conocimiento sano sin verdadera vida; por tanto, los (árboles) están plantados el uno junto al otro. Discerniendo la fuerza de esto y culpando al conocimiento que es ejercido aparte de la verdad de la influencia (dominio) que tiene sobre la vida, el apóstol dice: El conocimiento engríe, pero la caridad edifica. Porque el hombre que supone que sabe algo sin el verdadero conocimiento que es testificado por la vida, es ignorante, es engañado por la serpiente, porque no amó la vida; en tanto que el que con temor reconoce y desea la vida, planta en esperanza, esperando fruto. Que vuestro corazón sea conocimiento, y vuestra vida verdadera razón, debidamente comprendida. Por lo que si te allegas al árbol y tomas el fruto, recogerás la cosecha que Dios espera, que ninguna serpiente toca, ni engaño infecta, ni Eva es entonces corrompida, sino que es creída como una virgen, y la salvación es establecida, y los apóstoles son llenados de entendimiento, y la pascua del Señor prospera, y las congregaciones son juntadas, y [todas las cosas] son puestas en orden, y como El enseña a los santos el Verbo se alegra, por medio del cual el Padre es glorificado, a quien sea la gloria para siempre jamás. Amén.

El Sagrado Corazón.

El Sagrado Corazón.

 

  La tradición hebrea relacionaba distintas virtudes con los diferentes órganos que componen el cuerpo humano. Por ejemplo, el hígado era identificado con la fuerza, mientras que el amor se simbolizaba con el corazón. Por ello, el Cristianismo, nacido en el seno de la sociedad judía, transmitió a la cultura Occidental esta cosmovisión que identifica al amor con el corazón.

  Puesto que Dios es amor, “Deus caritas est”, uno de los símbolos más significativos y evocadores que podemos identificar con nuestro Señor, es el Sagrado Corazón.

  Consiste en un corazón que suele ir acompañado por la Cruz y por la Corona de espinas, que son símbolo de la inmolación de Jesucristo, quien, siendo Dios, entregó generosamente su vida con el objeto de redimir a la raza humana y abrirle las puertas del Cielo. Y, puesto que los seres humanos debemos imitar a Cristo, esta alegoría también nos recuerda que la caridad constituye una realidad que, consustancial e irrevocablemente, se encuentra ligada a uno de los conceptos más despreciados y odiados por nuestra sociedad, un concepto que, por el contrario, para el cristiano encierra un sentido de naturaleza gloriosa: el sacrificio. Esto es, sacrificándonos, por la Religión, por la Patria, por el prójimo o por la justicia; es como permitimos que Dios actúe por medio de nosotros, extendiendo su reinado de amor por la sociedad.

  Esto último, es importante, pues el reinado de Cristo tiene una doble vertiente:

  Por un lado, se refiere al reinado que ejerce en nuestra alma cuando, arrancándonos el corazón de piedra, nos regala uno de carne, lleno de la vitalidad y de la fuerza necesaria para llevar a cabo la misión a la que se refiere el segundo de los sentidos del reinado de Cristo: su reinado social. Es decir, el mundo justo y caritativo que el Señor nos ha encomendado edificar, se construye sobre los ideales del Evangelio; que han de aplicase sobre una política que considere a Dios el único fundamento de su existencia.

  Todo esto, es recordado especialmente por la Iglesia en el mes de Junio, dedicado al Sagrado Corazón. Por ello, en este mes, es una hermosa tradición el realizar diversas obras de piedad que nos recuerden que nuestro Rey es Cristo, como pueden ser las peregrinaciones a lugares consagrados a su Corazón, la realización de novenas, la recitación diaria de ciertas oraciones…

  Además, este es un buen momento para iniciar la costumbre de llevar siempre con nosotros un Detente; es decir, una representación del Sagrado Corazón que nos recuerde la devoción que debemos al Señor. Este elemento, que los católicos llevan consigo desde que el Señor se lo dijera a Santa Margarita María Alacoque, puede obtenerse en la página www.tradicionyaccion.com.

  ¡ARRIBA ESPAÑA CATÓLICA!

  ¡VIVA CRISTO REY!

El apóstol Santiago y el mundo hispano.

El apóstol Santiago y el mundo hispano.

 

 Principales fragmentos del estudio publicado en Buenos Aires
por Don Zacarías de Vizcarra, honra de nuestro sacerdocio,
para animar, durante las presentes tribulaciones, a los
católicos españoles, con la visión de las pasadas misiones
y de los destinos futuros de España y de la Hispanidad.

 Las angustias presentes nos obligan a levantar nuestros ojos y nuestros corazones hacia la gran figura de Santiago el Mayor, Padre, Fundador y Patrono celestial de la Iglesia Española, en busca de aliento, consuelo, protección y esperanzas.

 Nuestro Apóstol, en el breve espacio de los nueve años que transcurrieron entre la muerte de Jesucristo (año 33) y su martirio en Jerusalén (año 42), supo hacer honor al sobrenombre que le había puesto su Divino Maestro, cuando le denominó «Hijo del Trueno».

 Caballero andante de Cristo, se alejó de la Palestina y de las regiones colindantes, mucho antes que ningún otro Apóstol, y, en una correría evangélica tan rápida como arrolladora, llegó hasta el confín del mundo entonces conocido, recorrió a lo largo y a lo ancho la Península Ibérica, y fundó en ella la Iglesia Española, que había de ser a su vez, con el tiempo, Madre fecunda de otras veinte Iglesias, en mundos desconocidos de América y Oceanía.

 Terminada esta gran obra, retornó a la Palestina, cuando aún no se habían alejado de ella los demás Apóstoles, y comenzó a [386] predicar públicamente, en Jerusalén, la doctrina de su Maestro, con tal brío y elocuencia, que mereció ser sacrificado por Herodes Agripa, como se narra en el sagrado libro de los Hechos de los Apóstoles (XII, 2), por haberse concentrado en su persona el odio de los judíos contra los discípulos de Cristo.

 Fue el primer Apóstol que selló con su sangre el Evangelio, entregando su cuello a la espada. Es también el que ha dado a la Iglesia Romana mayor número de hijos espirituales, en las veinte naciones por las que se extendió y consolidó la Iglesia española, fundada por él.

 La paternidad espiritual de Santiago nos impone deberes que fácilmente descuidamos y olvidamos, tanto en España como en América, porque: 1.º, cada Iglesia debe amar y venerar especialmente al Apóstol que la fundó, reconociendo en él a su Padre en Cristo; 2.º, los fieles de cada Iglesia deben imitar especialmente el carácter y virtudes de su propio Apóstol.

 La razón de este segundo deber está en que Jesucristo, con la sabiduría infinita de que estaba dotado, preveía las necesidades especiales de cada uno de los pueblos adonde se había de dirigir cada uno de sus Apóstoles, y destinó para ellos al Padre espiritual que más les convenía, sobre todo tratándose de pueblos como el español, que tenían reservadas altas misiones en su Providencia.

 Desde hace poco más de un siglo, las Iglesias de América han constituido Provincias desligadas de su antigua Metrópoli; pero, en los tres primeros siglos de su nacimiento, constitución y crecimiento, han sido mero desarrollo extensivo y parte integrante de la Iglesia española, que es la Iglesia de Santiago.

 Por consiguiente, su Padre en la fe, lo mismo que el de las restantes diócesis españolas, es Santiago el Mayor, y siguen siendo moralmente una parte integrante de la gran Iglesia Jacobea, extendida por todo el hemisferio occidental.

Santiago, uno de los tres Apóstoles predilectos de Cristo.

 Consta por los Santos Evangelios que Jesucristo distinguió con un amor especial a tres de sus Apóstoles: a Simón Pedro, a Santiago el Mayor y a su hermano Juan Evangelista.

 Sólo a estos tres distinguió Jesucristo con sobrenombres nuevos, [387] impuestos por El. A Simón le llamó Pedro (es decir, «Cefas», que significa «Piedra»), porque había de ser el Jefe Supremo y «Piedra fundamental» de su Iglesia futura. A Santiago y a Juan los llamó «Boanerges», que quiere decir «Hijos del trueno».

 Sólo a estos tres Apóstoles separó de los demás, en las ocasiones más solemnes, para darles muestra de su especial aprecio. Ellos sólo fueron elegidos para verle transfigurado en el Tabor; ellos solos presenciaron la resurrección de la hija de Jairo, porque Jesucristo, como dice San Marcos «no permitió que le siguiese ninguno, fuera de Pedro y Santiago y Juan el hermano de Santiago» (V, 37); ellos solos fueron testigos de su agonía en el Huerto de las Olivas.

 ¿Qué representaban estos tres Apóstoles? San Pedro representaba la cabeza del futuro cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia; Santiago y San Juan Evangelista representaban el brazo derecho y el brazo izquierdo de Jesucristo y de su representante San Pedro.

 La Iglesia Romana es indiscutiblemente el centro de la Iglesia de Cristo. A los dos lados de la Iglesia Romana se levantan la Iglesia Occidental fundada por Santiago, y la Iglesia Oriental que reconoce como su principal Apóstol a su hermano San Juan, el más joven de todos los Apóstoles.

 La Iglesia Oriental tuvo una brillantísima juventud; pero luego decayó lamentablemente, con tenaces herejías y con el funestísimo Cisma Oriental, que todavía dura. La Iglesia del joven San Juan, después de su juventud, fue más bien carga que apoyo para Pedro, y el mismo San Juan abandonó su sepultura del Oriente Cismático y se refugió en Roma, junto al sepulcro de Pedro. La Iglesia de Juan es desde hace siglos la izquierda de Pedro. Hasta en el mapa mundi físico, la Iglesia Oriental queda a la izquierda de Roma. Porque la orientación normal es la del Sol. Y mirando a éste desde Roma, en su curso medio, la Iglesia Oriental queda a la izquierda de la Iglesia Romana.

 En cambio, la Iglesia de Santiago, aun físicamente considerada, queda a la derecha de la Iglesia Romana, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Y mucho más si consideramos la derecha en su sentido moral. La Iglesia de Santiago es la que ha dado mayor número de fieles y de naciones enteras a la Iglesia Romana. Es la que ha mantenido siempre, en conjunto, mejores relaciones [388] y más leal adhesión a la Cátedra de Pedro. Es la que ha defendido a la Iglesia Católica más denodadamente, en las grandes crisis de la historia. Es la primera nación que reconoció prácticamente, desde el año 254, la suprema potestad judicial del Romano Pontífice, apelando a ella contra la sentencia pronunciada por un concilio nacional de la misma Península. (Marx, Historia de la Iglesia, pág. 99.)

 Vemos, pues, que se cumplió literalmente lo que había pedido para los dos primos de Jesucristo su madre Santa María Salomé, cuando ésta, postrada a los pies del divino Maestro, le dijo: «Manda que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.» (Evangelio de San Mateo, XX, 20.)

 Derrota del Arrianismo.– El arrianismo fue la primera herejía que desgarró a la Iglesia, después de su libertad, en el siglo IV, y también la más peligrosa de todas las que ha sufrido la Iglesia, hasta la rebelión protestante. Negaba solapadamente la divinidad de Cristo, y arrastró hacia el error a gran número de Obispos e Iglesias particulares, hasta llegar a dar la impresión de que todo el orbe se estaba convirtiendo en arriano.

 El brazo fuerte que tuvo a raya esta gran rebelión contra la Iglesia, fue el de Osio el Grande, secundado por el infatigable doctor alejandrino San Atanasio.

 Osio aconsejó la convocación del primer Concilio Universal de la Iglesia; Osio lo organizó en Nicea, con la ayuda de Constantino, enviando carros y viáticos a todos los Obispos del mundo, para trasladarse a aquella primera augusta asamblea; Osio la presidió en nombre del Romano Pontífice; Osio dictó solemnemente al secretario del Concilio el Símbolo de la Fe Ortodoxa, que fue aclamado y suscrito por la augusta asamblea y sigue rezándose y cantándose por toda la Iglesia, en las misas de los domingos y días solemnes, para proclamar a Jesucristo: «Dios verdadero procedente de Dios verdadero, engendrado y no hecho, consubstancial con el Padre, &c.»).

 De tal manera se convirtió Osio en campeón de la fe católica, que llegó a ser presidente obligado de los concilios subsiguientes, como el de Milán y el de Sárdica, recibió el título de «Príncipe de los Concilios», y mereció que los arrianos, después de haber arrastrado a su bando al sucesor de Constantino, escribieran así al emperador arriano: «Todo es inútil mientras Osio de Córdoba esté [389] en pie... Basta la autoridad de su palabra para arrastrar a todo el mundo contra nosotros. El símbolo de Nicea es obra suya, y somos herejes porque él lo pregona.»

 Fue tal el odio de los arrianos contra Osio, que la tempestad de calumnias y libelos desatada contra él, en vida y después de muerto, llegó a impedir que fuera venerado en los altares por las Iglesias del Occidente, aunque recibe culto en las del Oriente, donde vindicó su memoria San Atanasio el Grande.

 Notemos finalmente que el triunfo decisivo contra el arrianismo tuvo también lugar en España, el año 589, cuando el Rey visigodo Recaredo, con todo el ejército y pueblo germánico arriano que había invadido a España, abjuró sus errores en el famoso Concilio III de Toledo, y abrazó la fe católica de los españoles.

* * *

 Derrota del Mahometismo.– Nadie ignora que España fue el muro en que se estrelló la expansión arrolladora del imperio mahometano, que, desde el Africa, había invadido a Europa, a través del estrecho de Gibraltar.

 Siete siglos y medio luchó España sin tregua contra los feroces muslimes, cuya religión prometía el paraíso a todos los que muriesen guerreando con la espada contra los que no abrazasen la doctrina del Corán.

 Esta lucha titánica se terminó el mismo año 1492, en que las naves españolas descubrieron un nuevo mundo infiel, que había de ser convertido a la fe de Cristo.

 Tampoco es preciso recordar que el predominio creciente del imperio turco mahometano, en el Oriente de Europa, tuvo su tumba en las aguas de Lepanto, bajo el mando del príncipe español don Juan de Austria y por el valor de los marinos españoles, acompañados solamente por los soldados pontificios y venecianos.

* * *

 Victoria del Universalismo Católico.– Dos tumbas, en los dos puntos extremos del mundo cristiano, fueron, como dice Guéranger {(1) L’anné liturgique, XXV juillet.}, en la Edad Media, los dos polos predestinados por Dios [390] para un movimiento absolutamente incomparable en la historia de las naciones.

 La tumba de Jesucristo en Jerusalén, y la tumba del Hijo del Trueno en Compostela fueron las que arrastraron hacia sí el corazón de la Europa medioeval, enviando a la primera ejércitos de guerreros y peregrinos, y a la otra ejércitos mucho mayores de solos peregrinos, en que iban confundidos en un solo ideal hombres de todas las razas y naciones, cantando en todas las lenguas las alabanzas de Jesucristo y de Santiago.

 Estas dos peregrinaciones dieron origen a las Ordenes caballerescas, destinadas primitivamente a proteger a los peregrinos.

 Cuentan los viejos cronistas de Carlomagno, que el emperador de la barba florida, en el atardecer de un día de recia labor guerrera, en los bordes del mar de Frisia, se quedó contemplando, en el cielo claro, la Vía Láctea, cuajada de innumerables estrellas; y, recordando con nostalgia, en aquellas lejanas riberas, a los peregrinos de Santiago, dijo a sus guerreros que aquella faja brillante que atravesaba el cielo azul de oriente a occidente, era la línea que señalaba a los peregrinos de todo el mundo la dirección que habían de seguir para encontrar la Casa del Señor Santiago.

 La tumba de Compostela fue cátedra sagrada de toda Europa.

* * *

 Derrota de la Idolatría en el Nuevo Mundo.– El vasto hemisferio de América y Oceanía, esclavo de la idolatría, de la antropofagia y de la corrupción moral más degradante, fue puesto por la Providencia en manos de España, para que desterrase de él la idolatría y la barbarie.

 España cumplió con su misión de una manera tan rápida y asombrosa que, cincuenta años después del descubrimiento, apenas había sin bautizar más indios que los dispersos en los lugares más inaccesibles. Se cubrió toda América de parroquias, conventos, residencias misioneras, obispados, y arzobispados. Las listas de embarque de pasajeros para América, conservadas en el Archivo de Indias, demuestran que el diez por ciento de todos los que se embarcaban eran misioneros y sacerdotes. En 1649, había en América 840 conventos. Sólo en Méjico, llegaron a contarse, en el momento de la mayor actividad misionera, hasta 15.000 sacerdotes. [391]

 En presencia de estos datos, no es de extrañar lo que afirmaba un sacerdote francés especializado en cuestiones misioneras, el cual decía que España, durante solo el siglo XVI, había dado a la Iglesia mayor número de misioneros de infieles que todo el resto del mundo en todos los siglos de existencia del Cristianismo.

 Así logró España la victoria más grande que se ha conseguido sobre la idolatría, y agregó a la Iglesia Romana diez y ocho naciones soberanas, engendradas por ella con indecibles trabajos y heroísmo que hacen exclamar al protestante norteamericano Charles Lummis: «Ninguna otro nación madre dio jamás a luz cien Stanleys y cuatro Julios Césares en un siglo; pero eso es una parte de lo que hizo España para el Nuevo Mundo.» (Los exploradores españoles, pág. 51. Ed. Araluce, Barcelona.)

* * *

 Derrota del protestantismo.– Nunca perdonarán los protestantes a España el celo con que se opuso a la difusión del Protestantismo, durante los reinados de Carlos V y Felipe II.

 La única fuerza humana que impidió el triunfo completo de los protestantes en toda Europa, ante los esfuerzos combinados de los luteranos de Alemania y Holanda, de los anglicanos y puritanos de Inglaterra, de los hugonotes de Francia, de los valdenses de Italia, &c., &c., fue la tenacidad con que España hizo frente simultáneamente a casi toda Europa, en los más distantes campos de batalla, desde Flandes hasta Sicilia, y desde Varsovia hasta París, que fue ocupada por las tropas españolas, hasta que Enrique IV abjuró el protestantismo en Saint Denis. Hubo momentos en que los únicos grandes Estados oficialmente católicos del mundo fueron España, Portugal y Roma, es decir, San Pedro y Santiago.

 Las regiones de Europa en que sobrevivió el catolicismo, después de la rebelión protestante, deben eterna gratitud a España, que se sacrificó, desangró y empobreció, por su tesón en conservar este tesoro para sí y para todas las demás naciones del continente,

 Tenían, pues, razón los Pontífices que, en documentos solemnes, llamaban entonces a España y a sus católicos monarcas «Brazo derecho de la Cristiandad». [392]

 España no hacía más que cumplir la misión de su Apóstol Santiago, brazo derecho de Jesucristo y de su Vicario en la tierra. El envió al caballero Iñigo de Loyola, para fundar la guardia de corps del Pontífice Romano y luchar sin tregua contra el protestantismo. El envió a Teresa de Jesús, a Juan de la Cruz y a la pléyade de santos y sabios españoles que apuntalaron a la Iglesia en aquella terrible crisis.

Misiones que están reservadas a España para los tiempos venideros.
Nuevos días de gloria para los hijos de Santiago

 Sin pecar de crédulos, podemos prestar piadoso asentimiento a lo que anunció Santa Brígida, en el siglo XIV, sobre las futuras misiones de España, tanto porque se cumplió ya la primera parte de aquellas predicciones, desde siglo y medio después que fueron escritas, como porque la Iglesia, en el Breviario, las mira con extraordinario respeto, al asegurar que «le fueron revelados por Dios muchos arcanos». (Breviario Romano, 8 de octubre.)

 La santa princesa sueca escribió en la primera mitad del siglo XIV sus famosas revelaciones, entre las cuales hay una, en que anuncia los sucesos principales que han de ocurrir antes de la venida del Anticristo y del fin del mundo. Comienza por anunciar que se convertirán al cristianismo algunas naciones desconocidas, lo cual se verificó siglo y medio más tarde con el descubrimiento y conversión del nuevo mundo:

 «...Antes que venga el Anticristo –dice– se abrirán las puertas de la fe a algunas naciones, en las cuales se cumplirán las palabras de la Escritura: ’Un pueblo que no sabe me glorificará, y los desiertos serán edificados para mí.’»

 La época que ha de seguir a la del descubrimiento del Nuevo Mundo, la describe de este modo:

 «Después serán muchos los cristianos amadores de herejías y los inicuos perseguidores del clero, y los enemigos de la justicia.»

 Tenemos aquí tres rasgos que retratan la historia religiosa del mundo, desde el descubrimiento de América hasta hoy: l.º, la aparición de numerosas herejías entre los cristianos; lo cual se verificó veinticinco años después del descubrimiento de América, cuando en 1517 se rebeló contra el Papa el monje alemán [393] Fray Martín Lutero, y, tras él, fueron apareciendo innumerables sectas de calvinistas, zuinglianos, anabaptistas, anglicanos, puritanos, socinianos, &c.; 2.º, el anticlericalismo, que sobre todo desde el siglo XVIII prevaleció en los gobiernos de las naciones católicas, multiplicándose en ellas las expulsiones de religiosos, desamortizaciones, despojos y atropellos de todas clases, llevados a cabo por los inicuos perseguidores del clero, y principalmente por los masones; 3.º, la lucha de clases, exacerbada por los enemigos de la justicia social, abusando los unos de su capital y los otros de su trabajo y su número. Este tercer período lo estamos recorriendo actualmente en casi todas las naciones del mundo, aunque en ninguna de ellas reviste un carácter más injusto y trágico que en Rusia, donde clases enteras de la sociedad han sido esclavizadas y despojadas de sus derechos más elementales.

 A continuación describe la Santa lo que sucederá después de la época de la injusticia, y dice:

 «Finalmente, vendrá el más criminal de los hombres, el cual, unido con los judíos, combatirá contra todo el mundo, y hará todo esfuerzo para borrar el nombre de los cristianos. Muchísimos serán muertos.»

 Una pequeña muestra de lo que ha de ser esta persecución la tenemos en lo que están haciendo los judíos en Rusia, con su guerra nunca vista contra el cristianismo y sus ocho millones de socios activos para la propaganda del ateísmo, primera etapa destructiva, según sus dirigentes, para construir en la segunda etapa, sobre las ruinas de todas las religiones, el monopolio del judaísmo.

 Pero, en esta terrible crisis, aparecerá, como en las demás grandes crisis de la Iglesia, el brazo de Santiago y de su pueblo, para defender a la Cristiandad, según lo dice a continuación la Vidente sueca:

 «Tendrá fin aquella funestísima guerra, cuando sea proclamado Emperador un hombre engendrado de la estirpe de España. Este vencerá maravillosamente, con el signo de la Cruz, y será el que ha de destruir la secta de Mahoma y restituirá el templo de Santa Sofía.» (Véanse las palabras de Santa Brígida, en la obra L’odierna guerra, de Ciuffa, págs. 181 y 184, ed. Roma. Tipografía Pontificia, nell’Istituto Pío IX, 1916.)

 Según esta predicción, abonada por el cumplimiento de lo [394] sucedido hasta hoy, y por la respetable autoridad de su origen, tenemos que España y su estirpe, es decir, toda la Hispanidad, debe cumplir todavía dos brillantes misiones en la Cristiandad, para salvar a la Humanidad en su más terrible crisis:

 1.º Debe derrotar al Anticristo y a toda su corte de judíos, con el signo de la Cruz.

 (Bien podría ser la Cruz Roja flordelisada de Santiago, que ha sido suprimida por la actual República Española, juntamente con la Orden Militar que la ostentaba, cargada de glorias y recuerdos, y que nosotros, en desagravio, hemos colocado al frente de esté opúsculo, asociada con la Cruz Blanca de Covadonga, llamada también de la Victoria y de la Reconquista, porque lo que ahora esperamos de Santiago es especialmente «reconquista» y «victoria» contra los opresores de la Iglesia Española.)

 2.º Debe España completar la obra iniciada en Covadonga, Las Navas, Granada y Lepanto, destruyendo completamente la secta de Mahoma y restituyendo al culto católico la catedral de Santa Sofía, en Constantinopla.

 ¡Qué hermoso ideal para enardecer el entusiasmo de las juventudes españolas e hispánicas, fraternalmente unidas bajo el signo de Santiago!

Confirmación de las grandiosas
misiones futuras de España y de la Hispanidad.

 Coincide con lo que predijo en el siglo XIV la Vidente de Suecia, lo que escribió en su libro de Memorias, el año 1606 otro vidente y taumaturgo, residente entonces en Mallorca, San Alonso Rodríguez.

 Escribe este gran Santo, en el lugar citado, que uno de los días de aquel año caminaba muy triste por las costas de Mallorca, pensando en las dolorosas noticias que había recibido de Africa, sobre los sufrimientos de unos religiosos que habían sido cautivados por los moros, y de repente «sin darse cato de tal cosa –dice, según su costumbre, en tercera persona– vio a deshora una gran armada en los mares de Mallorca. Iba Jesús en la vanguardia, María en la retaguardia, muchos Angeles entre los soldados. La mandaba el Rey en su propia persona, con una gran ejército que había de conquistar toda la Morisma, y sujetarla, y ella [395] se convertiría con gran facilidad a la fe de Cristo Nuestro Señor.»

 Y añade: «La victoria será tan grande cual, por ventura, rey cristiano haya tenido jamás, y resultará gran gloria de Dios y bien de las almas.» (Memorias de San Alonso Rodríguez, año 1606.)

Si queremos apresurar la hora del triunfo de España
y de la Hispanidad, imitemos las virtudes de Santiago.

 Todos los Apóstoles murieron de muerte violenta, excepto San Juan. Pero el primero que regó con su sangre el Evangelio que predicaba, y el único cuyo martirio se narra en la Sagrada Escritura, fue el Apóstol Santiago.

 Consta también, por la misma Sagrada Escritura, el género de muerte que le dieron: le degollaron «con espada».

 Es la muerte más apropiada para un carácter tan caballeresco como el de Santiago.

 En recuerdo de esta muerte, la Cruz de Santiago termina en una espada.

 Y no sólo por esto, sino también porque, en varias batallas contra los invasores infieles, apareció Santiago confortando a los guerreros cristianos y hasta peleando a su lado, con su caballo y su espada.

 Así lo dice el himno del Breviario Romano, en el oficio propio de España: «Cuando por todas partes nos apretaban las guerras, fuiste visto Tú, en medio de la batalla, abatiendo brioso a los desaforados moros, con tu corcel y con tu espada.» (Oficio del 25 de julio.)

 Santiago fue el patrón y modelo de los esforzados caballeros de la Cruz, en los heroicos siglos de la Edad Media. El rey caballero San Luis, al morir lejos de Francia, en su tienda de campaña, bajo los muros enemigos de Túnez, en la octava Cruzada, balbuceaba agonizante la oración de la misa de Santiago: «Sed, Señor, para vuestro pueblo, santificador y custodio; a fin de que fortificado con el auxilio de vuestro Apóstol Santiago, os agrade con su conducta y os sirva con tranquilo corazón.» (Guéranger, L’année, liturgique, XXV, juillet.)

 Y en efecto, los rasgos morales del carácter de Santiago son [396] los de un caballero andante de Cristo. Por eso la Cruz de Santiago, además de la espada en que termina, tiene tres flores de lis, que son los símbolos heráldicos del honor sin mancha que profesaban los caballeros.

 Y hasta, si creemos a Alfonso el Sabio, en su Primera Crónica General, el mismo Santiago se mostró defensor de su título de caballero de Cristo.

 Cuenta el Rey Sabio que, en el siglo XI, reinando Fernando el Magno, fue en peregrinación a Santiago de Compostela el Obispo griego Estiano, y que, al oír que Santiago «parescíe como cavallero en las lides a los cristianos», les dijo con enojo y porfía: «Amigos, non le llamedes cavallero, mas pescador».

 Pero el Santo se encargó de desengañarle; porque aquella misma noche se le apareció Santiago «a guisa de cavallero muy bien garnido de todas armas claras et fermosas» y le dijo: «Estiano, tú tienes por escarnio, porque los romeros me llaman cavallero, et dizes que non lo so; ...nunqua iamás dubdes que yo non so cavallero de Cristo et ayudador de los cristianos contra los moros».

 En confirmación de ello, le dijo que al día siguiente a las nueve de la mañana, entregaría la ciudad de Coimbra al rey Fernando, que la tenía cercada hacía mucho tiempo. A la mañana siguiente comunicó el Obispo al pueblo, en la Catedral, que Santiago le había anunciado para aquel día la toma de Coimbra; y, en efecto, días más tarde llegó a la ciudad del Apóstol la noticia de la victoria, que tuvo lugar el mismo día y hora que había anunciado el Obispo. (Primera Crónica General, cap. 807.)

Santiago, ferviente devoto de la Virgen María.

 Los dos hijos del Zebedeo y de María Salomé se distinguieron por su amor a su augusta tía la Virgen Santísima, que había sido encomendada por Jesucristo, desde la Cruz, a los cuidados filiales del hermano menor de Santiago, en cuya casa tuvo desde entonces su residencia la Madre de Dios.

 Antes de que partiera Santiago para su audaz y remota expedición a España, refiere la tradición que se despidió de la Santísima Virgen (si es que no fue ella la inspiradora del viaje), y le [397] prometió visitarle en aquella ciudad de España en que iluminase a mayor número de fieles con la luz del Evangelio.

 En efecto, la Santísima Virgen vino un día maravillosamente en carne mortal a Zaragoza, visitó al Apóstol, le entregó una columna de mármol, que simbolizaba la firmeza de la fe sembrada por él en la Península Ibérica, le pidió que levantará allí una capilla donde ella fuese invocada (la primera que se erigió en el mundo, en honor de la que había dicho de sí misma en el «Magnificat»: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones), y le avisó que volviera después a Jerusalén, donde había de tener término su misión.

 La Iglesia de España, fundada por el caballeresco sobrino de María Santísima, y honrada por ella, antes de su muerte, con su visita corporal y con el regalo de su Pilar, no podía menos de ser devotísima de la celestial Señora, como en efecto lo ha sido, a través de todos los siglos.

Santiago, amigo fidelísimo de San Pedro.

 Santiago fue llamado por Jesucristo al Apostolado el mismo día y en el mismo sitio que San Pedro.

Jesucristo quiso anudar una amistad especialísima entre San Pedro y Santiago, separándolos de los demás Apóstoles, y llevándolos en su más íntima compañía, junto con San Juan, en las ocasiones más solemnes.

 Santiago correspondió a esta amistad recibiendo en su cabeza la cuchillada que iba dirigida al jefe de la Iglesia cristiana, en la intención de Herodes y de los judíos.

 San Pedro correspondió a la amistad de Santiago, ordenando de Obispos a los Siete Varones Apostólicos, discípulos de Santiago, y enviándolos a fundar otras tantas Sedes en el Sur de España, donde Santiago no había dejado Obispos.

 La Iglesia española, a semejanza de su fundador, ha sido siempre muy adicta a la autoridad del Romano Pontífice, y seguirá siéndolo, por merecer el honor de desempeñar en los momentos críticos el oficio jacobeo de brazo derecho de San Pedro. [398]

Santiago sabe cambiar su armamento según las necesidades de la época.

 Nota muy bien Dom Guéranger, en el lugar antes citado, que Santiago, después de su temprana muerte, continuó su Apostolado en el mundo, por medio de la Iglesia española, y que, en cada época, adoptó las armas y los medios que reclamaban las circunstancias.

 Hubo una época en que no se podía defender a la Iglesia eficazmente con predicaciones, ni libros, ni discusiones; porque los mahometanos, por mandato de su ley, rechazaban toda discusión. Y entonces Santiago apoyaba a los guerreros de la Cruz, apareciendo entre ellos, como un rayo, tremolando con una mano su estandarte blanco adornado con la Cruz Roja, y blandiendo con la otra su espada reluciente.

 Pero, «cuando los Reyes Católicos arrojaron al otro lado de los mares a la turba infiel que nunca debió pasarlos –añade Guéranguer– el valiente jefe de los ejércitos de España, se despojó de su brillante armadura, y el terror de los moros se convirtió en mensajero de la fe.

 »Subiendo a su barca de pescador de hombres y rodeándose de las flotas de Cristóbal Colón, de Vasco de Gama o de Albuquerque, los guiará por mares desconocidos, en busca de playas a donde hasta entonces no había sido llevado el nombre del Señor.

 »Para traer su contribución a los trabajos de los Doce, Santiago acarreará del Occidente, del Oriente, del Mediodía, mundos nuevos que renovarán el estupor de Pedro, a la vista de tales presas.»

 Y aquél, cuyo apostolado, en tiempo del tercer Herodes, pudo creerse tronchado en flor, antes de haber dado sus frutos, podrá repetir aquellas palabras (de San Pablo): «No me creo inferior a los más grandes Apóstoles; porque por la gracia de Dios, he trabajado más que todos ellos.» (L’année liturgique, XXV juillet, págs. 226, 227).

Las armas actuales de Santiago y de sus caballeros.

 Hoy día, los hijos de Santiago, esparcidos por Europa, América, Oceanía y algunos también por las colonias españolas y [399] portuguesas de Africa y Asia, deben imitar a su Apóstol, con las armas que les impone la imperiosa necesidad del momento crítico en que nos encontramos.

 Las armas jacobeas de hoy son cuatro: enseñanza catequística; prensa, sobre todo diaria y periódica; cátedra, sobre todo la oficial; y organización obrera.

 Los modernos «caballeros de Santiago», deben adiestrarse y ejercitarse en el manejo de estas armas, sin descuidar, por supuesto, los demás medios de santificación y defensa que son eternos, y no necesitan cambios, sino reparaciones.

Súplica de Dom Guéranguer por España.

 El sabio escritor francés a quien acabamos de citar, conocía y penetraba, mejor que muchos españoles, el sentido de la Historia de España y su misión providencial en el mundo.

 España ha sido destinada por Dios para proseguir la misión del Hijo del Trueno, proclamando y defendiendo, en gran estilo, como lo hizo en Nicea, en Toledo y en Trento, las verdades católicas fundamentales; y su mayor desgracia sería la de inutilizarse para esa misión, por el debilitamiento, o como dice gráficamente el mismo escritor, por el achicamiento de esas grandes verdades en su espíritu público.

 Por eso dirige él a Santiago esta súplica, que gustosos reproducimos y repetimos:

 «¡Oh Patrón de las Españas! No os olvidéis del ilustre pueblo que os debe a Vos su nobleza espiritual y su prosperidad temporal. Protegedle contra el achicamiento de las verdades que hicieron de él, en sus días de gloria, la sal de la tierra. Haced que piense en la terrible sentencia de Jesucristo, en que se advierte que ’si la sal se vuelve insípida, no vale va para nada sino para ser arrojada y pisada por las gentes’.» (San Mateo, V, 13.)

 ¡No! ¡El espíritu de España no ha de tolerar mucho tiempo este achicamiento!

 ¡El espíritu de España se erguirá caballeresco y altivo contra el masonismo, laicismo y judaísmo que lo pisotea! [400]

 ¡El espíritu de España defenderá el tesoro de Santiago contra los moros modernos que han invadido su herencia sagrada!

 Porque Santiago y España tienen que cumplir todavía dos misiones a cual más gloriosas:

 Santiago y España tienen que defender un día a la Iglesia de San Pedro, combatiendo y derrotando al Anticristo y a su corte de judíos;

 Santiago y España tienen que cantar un día el Credo de Nicea en la mezquita de Santa Sofía, después de haber rasgado en su pórtico, entre los aplausos de la Morisma bautizada, los falsos mandamientos de Mahoma.

 Así sea.

Zacarías de Vizcarra.

 

Sobre la mal llamada "eutanasia".

Sobre la mal llamada "eutanasia".

 Una vez más, me veo obligado a comenzar un artículo haciendo referencia a la cualidad que más caracteriza a los socialistas. Me estoy refiriendo, cómo no, a la hipocresía.

  El último motivo que los personajes que nos gobiernan han dado para ser, una vez más y como siempre, merecedores de este calificativo, se encuentra en las declaraciones pronunciadas recientemente por la Consejera de Salud de uno de los feudos de ZP: la españolísma tierra andaluza.

  Según declaró hace pocos días María Jesús Montero, una de las supuestas “grandes líneas de acción” que desempeñará la Junta andaluza en los próximos cuatro años, será la de tratar “de evitar el sufrimiento de las personas en el tramo final de su vida". Es decir, bajo la máscara de este patético eufemismo se encuentra una clara apelación del crimen denominado “eutanasia”.

  ¿Y por qué la defensa de este crimen demuestra que los socialistas son personajes que aseguran realizar una determinada acción, pero que en la praxis ejecutan la contraria? Pues porque, tal y como estamos todos hartos de escuchar, estar personas no paran de decirnos que su objetivo es defender a los pobres, a los necesitados, a los obreros, a los humildes… Pero continuamente estamos constatando cómo sus únicas acciones están dirigidas a destruir al ser humano, empleando para ello todos los medios que pueden, desde la “Educación para la ciudadanía” hasta la “eutanasia”.

  Ya dijo José Antonio en el discurso pronunciado el 29 de Octubre de 1933 que “el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse”. Es decir, si ante el liberalismo y el capitalismo surgió una reacción en favor de los pobres, rápidamente esta reacción se transformó en lo que hoy estamos viendo: un nido de mentirosos y de revanchistas cuyo único objetivo es el de despojar a los hombres de su dignidad, estrujando “bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad”. Esto es, si los socialistas pretendieron terminar con la explotación capitalista, cuya principal base es el egoísmo y el materialismo consumista, lo único que han demostrado haber hecho es llevar esta situación hasta su punto máximo. Con el materialismo histórico que han aplicado estas personas, se ha complementado la cosmovisión y la perspectiva anti-espiritual del capitalismo liberal, de manera que al ser humano se le ha introducido una ideología que, rechazando todo lo relacionado con la virtud y el bien, no busca sino satisfacer sus instintos y entronizar al placer como su único rey.

  Y no es que el placer sea malo, sino que los ateos, quitándole la dimensión sobrenatural que le da sentido, lo transforman en un instrumento de Satanás. Tal y como dice el diablo Escrutopo en el libro de C.S Lewis “Cartas del Diablo a su sobrino”; “Él (Dios) creó los placeres; todas nuestras investigaciones hasta ahora no nos han permitido producir ninguno. Todo lo que podemos hacer es incitar a los humanos a gozar de los placeres que nuestro Enemigo ha inventado, en momentos, o en formas, o en grados que Él ha prohibido”. Esto es, si se considera al placer un fin en sí mismo al que hay que buscar antes que a cualquier otra cosa, y si se pretende pasar por este mundo sin dolor, entonces la vida humana no tienes sentido; ya que una vida sin dolor no es una vida humana.

  Dice Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Salvificis dolores” que “Este es el sentido del sufrimiento, verdaderamente sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural porque se arraiga en el ministerio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión”.

  Rechazar la realidad que suponen el dolor y el sufrimiento es una cobardía. Por mucho que lo llamen “eutanasia”, el suicidio no es una “muerte buena” que dignifique al hombre, sino que es una actitud que humilla a quien la realiza. Lo que es digno y valiente es asumir el dolor, ser conscientes de que la felicidad, por venir de Dios, no depende de los instantes en los que no suframos, sino que es una realidad de naturaleza eterna, que podemos alcanzar siempre que gocemos de un estado de Gracia.

  Antiguamente, cuando la mayoría de los seres humanos todavía no habían sucumbido al individualismo materialista, se consideraba lógica aquella sentencia del juramento hipocrático que reza Llevaré adelante ese régimen (se refiere al oficio de médico), el cual de acuerdo con mi poder y discernimiento será en beneficio de los enfermos y les apartará del perjuicio y el terror. A nadie daré una droga mortal aún cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin”. Sin embargo, ahora que estamos padeciendo un sistema que posee como divisa el “maximizar beneficios”, esto es, una dictadura capitalista, nuestros políticos consideran mucho más importante el ahorrar dinero a la Seguridad Social que garantizar un cuidado integro y digno para los enfermos.