La razón de ser del Estado Vaticano.
Muchas veces escuchamos a los enemigos de la Iglesia criticar la existencia de los Estados Pontificios, reducidos en la actualidad a la Plaza de San Pedro del Vaticano. Según afirman muchas personas, el hecho de que el Papa disponga de un territorio físico sobre el cual ejerce plena soberanía, demuestra que la Iglesia es una entidad corrupta y corruptora, cuyo único anhelo es el control de la sociedad para enriquecerse y engrosar su supuesto poderío económico. De esta manera, la primitiva humildad y ascética de los cristianos habría sido sustituida por un afán de control político que ha llevado al sucesor de Pedro a aliarse con el poder temporal para obtener de él numerosos beneficios. Del mismo modo, muchas personas, incluso católicas, consideran que la etapa medieval y moderna se caracterizó, en el ámbito eclesial, por una corrupción e hipocresía gigantescas; donde los tópicos inventados por el anticlericalismo decimonónico, según los cuales los conventos de monjas eran prostíbulos, los curas unos borrachos y pederastas, y los obispos auténticos dictadores que explotaban a los campesinos; habían sido una realidad. De esta manera, se exige que la Iglesia pida perdón por haber gozado de control político, y se pretende que el Papa ceda la soberanía del Vaticano al estado Italiano.
Sin embargo, tales afirmaciones no son sino tópicos cimentados sobre una ignorancia histórica que es alimentada por el laicismo radical y el relativismo del mundo moderno. Para conocer la razón de ser de los dominios papales, es necesario conocer y comprender el contexto histórico en el que surgieron. Si, según Ortega y Gasset, el hombre es él y sus circunstancias; también una situación histórica es explicable únicamente a través de la comprensión de las circunstancias en que se enmarca. En el caso del dominio político de la Iglesia, el contexto es el siguiente.
A partir del siglo IV, y a lo largo de los tres siglos siguientes, numerosos pueblos bárbaros cruzaron el “limes” romano, esto es, los ríos Rhin y Danubio y las fortalezas que separaban al Imperio de los pueblos germanos. Las diversas oleadas de invasores no tuvieron un carácter homogéneo, diferenciándose en sus características y el índice de su violencia. Es decir, existieron pueblos que penetraron pacíficamente y otros que lo hicieron a sangre y fuego. Entre los primeros, podemos señalar a los godos, quienes se establecieron en los Balcanes en el año 375. Si bien es cierto que protagonizaron episodios violentos (batalla de Adrianópolis en el 378, saqueo de Roma por Alarico en el 410), al ser un pueblo cristianizado, aunque bajo la herejía arriana, buscaron el entendimiento y la alianza con Roma. Por ello, actuaron como mercenarios del Imperio y firmaron diversos “foedus” o acuerdos; entre los cuales el definitivo fue el acordado en el 418 por Walia, que estableció a los visigodos en el sur de las Galias y el norte de Hispania. Los visigodos asumieron la herencia romana, reconociendo su superioridad y edificando sobre ella la nación española.
Sin embargo, tal y como hemos mencionado anteriormente, muchos otros invasores penetraron en el Imperio romano con gran violencia y crueldad. Dentro de este segundo grupo, el pueblo más paradigmático lo constituyeron los vándalos, quienes han legado precisamente su nombre como sinónimo de desorden, caos y barbarie.
De origen indoeuropeo, los vándalos atravesaron el Rhin en el año 406 junto con los suevos y alanos; estableciéndose en Hispania en el año 409. A lo largo del peregrinaje que, huyendo del empuje visigodo, les llevaría hasta África en el año 429, masacraron a poblaciones enteras. Llevados por un inmenso odio hacia la cultura grecolatina y hacia la religión católica, pilares del Imperio que intentaba hacerles frente, saquearon ciudades enteras, violando, esclavizando y asesinando a sus habitantes; ya que la civitas era el principal foco de la civilización que tanto detestaban. Por ello, frente a esta situación caótica ante la cual la autoridad imperial manifestaba su de cada vez más señalada impotencia, las autoridades civiles se mostraban inútiles. No disponían de los recursos humanos y económicos suficientes para enfrentarse a quienes amenazaban con destruirles.
Además, la crisis que desde hacía siglos dinamitaba los cimientos del Imperio, también afectaba al carácter y la moral de los gobernantes; que hacía tiempo habían olvidado la sentencia horaciana que afirmaba “Dulce et decorum est pro patria mori” ; máxima que habían sustituido por las bacanales, el egoísmo y el desentendimiento ante la sociedad.
De esta manera, las autoridades de las civitas romanas optaron por huir de sus palacios y dominios, abandonando a sus súbitos a su suerte y facilitando todavía más la penetración germana. En consecuencia, se produjo un vacío de poder que extendió la anarquía y el caos entre los ciudadanos; quienes, sin una autoridad superior, eran incapaces de oponer resistencia militar a sus enemigos o, en el caso de que fuera posible, pactar con ellos para salvar sus vidas.
Fue esta situación histórica la que explica los orígenes del tema que nos ocupa, pues la única entidad con capacidad moral suficiente para unir a los ciudadanos católicos ante los bárbaros y para ocupar las vacantes administrativas y políticas, era la Iglesia. La necesidad de dirigir a las urbes llevó a muchos obispos a asumir el poder político para evitar el colapso económico de las ciudades y para defender a los ciudadanos indefensos de sus agresores, realizando esto último a través de la fuerza militar o de la diplomacia. Un ejemplo de estos prelados que intentaron poner a salvo a sus fieles, fue San Agustín; quien murió durante el transcurso del sitio que los vándalos impusieron a Hipona en el año 430.
Esta situación se produjo a lo largo de todo el Impero Romano, incluida también la ciudad de Roma. Sin embargo, la amenaza bárbara es solo uno de los dos factores que explican la creación de los Estados Pontificios, existiendo también un segundo vector relacionado con la doctrina política que desarrolló la Iglesia en los primeros siglos de su existencia; doctrina a la cual nos referiremos a continuación.
Desde que Teodosio dividió en el año 395 el Imperio entre sus dos hijos, Arcadio y Honorio, no se produjo solamente un cisma político; sino también otro de índole religiosa que sería de cada vez más claro y profundo. Esta separación tendría una importante ruptura en cuanto a la cosmovisión de las relaciones Iglesia-Estado entre el Oriente y el Occidente.
En el primero de estos dos lugares, se desarrolló una doctrina cesaropapista; esto es, que consideraba que el poder imperial gozaba de primacía sobre el eclesial, ya que el Basileus sería el verdadero representante de Dios en la tierra. De esta manera, el Emperador gozaba de una supremacía religiosa que no solo incluía a la administración eclesial, sino incluso también a la doctrina.
Por el contrario, la Iglesia occidental desarrolló, por primera vez en la historia, una doctrina que establecía la separación entre los poderes religioso y civil. La base de esta dicotomía, era la sentencia evangélica que afirmaba la obligación de “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. De este modo, en el año 494 el papa Gelasio I dirigió una carta al emperador bizantino, Anastasio, para demostrarle la verdadera voluntad de Dios para con las relaciones Iglesia-Estado. Según este pontífice, el Papa ejerce “auctoritas” y el Emperador “potestas”; es decir, el primero goza de primacía en el plano religioso y el segundo en el político, de manera que en las cuestiones políticas el Papa debe someterse al Emperador y en las religiosas, es el Emperador quien debe obedecer al Papa.
Por esta razón, el poder civil romano dotó de una serie de territorios al Papa, permitiendo de este modo que las necesidades materiales del gobernante de la Iglesia romana pudieran ser garantizadas con una autonomía real con respecto al poder civil. De esta manera, se eludía la posibilidad de que un gobernante impusiera su voluntad al Pontífice chantajeándole en el caso de que éste no pudiera financiar las demandas materiales de la institución eclesiástica. Además, al gozar el Papa de poder temporal sobre un territorio, se evitaba que el hipotético control que un rey pudiera ejercer sobre el sucesor de Pedro no solo no pudiera ser económico, sino tampoco político.
Por lo que respecta a la presión germánica, en este caso el pueblo que ocupó el norte de Italia fue el de los lombardos. Se trata de un pueblo que, empujado por los ávaros y dirigido por el rey Alboino, cruzó los Alpes en el año 568; disputando con Bizancio, asentado en el sur, el control de la península itálica. Ante esta situación que amenazaba con transformar a Italia en un campo de batalla que destrozaría ciudades y campos, y que masacraría poblaciones enteras, el Papa San Gregorio Magno actuó como árbitro entre los dos estados rivales, dirigiendo personalmente el territorio que enlazaba Rávena con Roma para crear un cinturón que separara a Lombardía de la Magna Grecia bizantina. Por otro lado, el cesaropapismo oriental también obligaba a San Gregorio a gobernar los territorios que en el futuro constituirían los Estados Pontificios, pues de no hacerlo la más probable consecuencia sería el sometimiento de Roma ante el Basileus.
Por tanto, el hecho de que el Papa gobierne en la actualidad el Estado Vaticano no es sino un garante de la independencia de la Iglesia con respecto al poder civil. Tal vez puede parecer exagerado pensar que en la actualidad el Estado Italiano, o cualquier otro, pudiera controlar al Papa en el caso de que éste residiera en suelo de esta nación. Sin embargo, es una situación que ya han intentado muchos personajes a lo largo de la historia, por ejemplo Felipe IV de Francia en el siglo XIV, o Napoleón Bonaparte en el XIX; y que podría ocurrir en el futuro. Si un gobierno ateo y anticatólico, como el comunismo que en la posguerra mundial amenazaba a Italia, o el Islam que, si no lo remediamos, acabará dominando Europa; logra alcanzar el poder en esta nación, podría imponer su voluntad a la Iglesia con gran facilidad (como ocurre en la actualidad con la Iglesia patriótica china, controlada por el Partido Comunista Chino). Pero al ser la Ciudad del Vaticano un territorio independiente, se garantiza la autonomía de la Iglesia y, en consecuencia, la integridad y la pureza de la doctrina católica.
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Juan-Ba -
Javier Tebas -