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Tradición y Revolución

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"La España imperial", de John Elliott.

"La España imperial", de John Elliott.

    La siguiente recensión se refiere al libro denominado “La España Imperial”; publicado en 1963 por el inglés John Elliott. Se trata de un hispanista experto en el contexto histórico de la obra, la Edad Moderna española, un tema que analiza desde un punto de vista notablemente objetivo que huye tanto de la leyenda negra antiespañola tan ampliamente difundida por sus compatriotas, como de la leyenda rosa que suele reaccionar ante la misma.

    Elliott, autor nacido en  1930, es un importante historiador que ostenta los cargos de Regius Professor Emeritus en Oxford y Honorary Fellow en el Trinity Collage. Ha demostrado su amplio conocimiento sobre el tema de la monarquía española de los siglos XVI Y XVII a través de numerosas monografías, artículos y libros entre los cuales destacan “España y su mundo 1500-1700”, “La Europa dividida (1559-1598), “El Conde-Duque de Olivares”, “La revuelta de los catalanes”, y “Richelieu y Oliveres”.

    Por ello, “La España Imperial” es un libro muy documentado y en el que el escritor proyecta todos sus conocimientos y el amplio dominio que tiene sobre la España moderna. Es un libro de 419 páginas, agrupadas en diez capítulos que narran el “ciclo vital” de la monarquía hispánica: su formación y consolidación, en los tres primeros; el máximo apogeo de la misma bajo el mandato de Carlos I y Felipe II, en los capítulos 4, 5,6 y 7; y las causas y consecuencias de su decadencia en los tres últimos. El resumen, es el siguiente:

      El inicio de la moderna monarquía española se inicia a finales del siglo XV, a partir de la unión entre las coronas de los dos principales reinos cristianos de la península ibérica: Castilla y Aragón. Se trata de una acción deseada por los dos reinos, cada uno apoyado en diversas razones: Castilla era la región más poderosa y rica de Iberia, de modo que la unidad supondría un paso más en el camino por alcanzar la hegemonía de Hispania y culminar el proceso de reconquista del antiguo reino visigodo, que desde hacía siglos esta entidad política capitaneaba; mientras que Aragón anhelaba la unificación por otros motivos. En primer lugar, la dinastía que ocupaba el trono era, desde Fernando de Antequera, la misma que en Castilla, esto es, la casa de Trastámara. Además, un grupo de humanistas dirigidos por el cardenal Margarit defendían la recuperación de la Hispania unida; y, por último, el poderío francés amenazaba con expandirse a costa de los territorios catalano-aragoneses, de modo que la alianza con Castilla resultaba de gran importancia.

    La unidad entre las dos coronas no fue política, sino únicamente dinástica, ya que se mantuvieron las instituciones y peculiaridades internas de los diversos territorios que las componían. Sin embargo, sí que existió una estrecha colaboración que pudo apreciarse desde el inicio del reinado de Isabel I, que comenzó en 1475 con una guerra civil contra su sobrina Juana, pretendiente al trono apoyada por dos monarquías temerosas de la alianza castellano-aragonesa; Portugal y Francia, y en la que Fenando II de Aragón aportó su genio militar para derrotar a sus enemigos en las batallas de Toro (1476) y la Albuera (1479).

    Posteriormente, una vez pacificada Castilla; los Reyes Católicos volvieron a unificar sus fuerzas, dirigiéndolas esta vez a la conquista de Granada. Fue un conflicto que culminó en 1492 y en el cual Gonzalo de Córdoba, el “Gran Capitán”, pudo obtener una experiencia que le permitiría revolucionar el arte de la guerra y conquistar Nápoles posteriormente.

    En cuanto a la política interna desarrollada por Isabel y Fernando, su objetivo principal fue el de consolidar su autoridad eliminando para ello los diferentes elementos que provocaban conflictos sociales. Una de estas medidas fue la “Sentencia de Guadalupe”, mediante la cual el monarca aragonés suprimía en 1486 los denominados “Seis malos usos”, que provocaron enormes discordias entre los campesinos catalanes durante el siglo anterior. Otras medidas importantes fueron la creación del Consejo de Aragón en 1494, y el hecho de asumir el rey aragonés el maestrazgo de las tres órdenes militares para gozar de jurisdicción directa sobre el millón de hombres que se encontraban en sus dominios.

    Por su parte, Isabel I renovó la “Santa Hermandad” mediante la creación de una  Junta suprema que dotó a esta institución de un mando único; sentando de esta manera la base de la alianza con los municipios. Además, favoreció la primacía de la ganadería, monopolizada por la Mesta, sobre la agricultura; canalizando su exportación a través del “Consulado de Burgos”.

    El enorme impulso que supuso la unión entre las coronas castellana y aragonesa favoreció la entrada de Fernando en la escena política internacional. Concretamente, esta alianza se manifestó en las Guerras de Italia, iniciadas a raíz de la invasión de Nápoles por Carlos VIII de Francia, quien derrotó a las tropas de la recién formada “Liga Santa” (compuesta por España, Gran Bretaña, el Imperio y el Papado) en Seminara. No obstante, el Gran capitán derrotó a Francia en Ceriñola en 1503, conquistando Nápoles. Como consecuencia de este conflicto, se produjeron dos importantes innovaciones que serían de gran importancia para el naciente imperio español: por un lado, el desarrollo de la diplomacia, creándose la figura del embajador; y, por otro, el de la guerra, a través de los tercios.

    Una vez fallecida Isabel en 1504, su marido continuó la política imperialista culminando la unificación de los reinos hispánicos, exceptuando Portugal, a través de la anexión de Navarra en 1516; entidad conquistada por el Duque de Alba e incorporada a Castilla.

    Así, la política de los Reyes Católicos sentó las bases que utilizaría su sucesor, Carlos I, para consolidar el poderío español, transformado durante su reinado en la potencia hegemónica de Europa. Se trata de una situación que fue potenciada por el acceso del rey español al trono imperial, como consecuencia del impulso ejercido por su consejero Gattinara, partidario de la creación de una “Universitas Christiana” dirigida por un mando único. A este consejero se le debe además la creación del Consejo de Hacienda y el de Indias, incorporados al sistema polisinodial mediante el cual se dirigían los amplios dominios del Emperador.

    Pero la existencia de unos territorios tan grandes y la necesidad de defenderlos causaron numerosas bancarrotas y crisis a lo largo del siglo XVI, de modo que la insuficiencia de los impuestos tradicionales (entre los cuales se encontraban el almojarifazgo y la alcabala, y las tercios reales y el excusado) para hacer frente a los enormes gastos, dieron lugar a que Carlos I contrajera enormes deudas con banqueros como los Fugger y los Wesser, y también la necesidad de conceder “juros” a cambio de la expropiación de plata perteneciente a particulares.

    En cuanto a la política religiosa, fue de gran importancia, ya que los monarcas españoles asumieron el destino de defender a la religión católica de los numerosos enemigos que en los siglos XVI y XVII hicieron peligrar su hegemonía espiritual en Europa. Entre estos enemigos, uno de los más importantes fue el surgimiento del protestantismo; cuyos únicos focos en España se encontraron en Valladolid y Sevilla y fueron rápidamente eliminados; y del cual se pretendió aislar a la península a partir de medidas como la prohibición de estudiar en el extranjero y mediante la censura de libros. Además, España promovió el desarrollo del Concilio de Trento en 1545, cuyas innovaciones fueron impuestas en España a raíz del XX Concilio de Toledo de 1582.

    El segundo de los causantes de conflictos religiosos, el Islam, se manifestó con la toma de Túnez por Carlos V y la victoria de Felipe II sobre los tucos en Lepanto, batalla vencida por su hermanastro don Juan de Austria en 1571.

    Otro de los problemas con los que los Austria tuvieron que lidiar constantemente fue la rebelión de Flandes. Existían dos partidos en el seno de la Corte real enfrentados en cuanto a su visión del conflicto: los Mendoza, partidarios del federalismo y el entendimiento con los rebeldes; y el dirigido por el Duque de Alba, partidario del centralismo castellano y la represión, política que ejecutó al ser nombrado gobernador de dicho territorio. Fue una política cuyos resultados no fueron beneficiosos, de modo que en 1577 fue sustituido por Luis de Requesens.

     En esta época, los años 70, Felipe II inició una política agresiva potenciada por la llegada de plata americana, hecho favorecido por el descubrimiento de la amalgama de mercurio para su extracción. Entre las acciones motivadas por el abandono de la política defensiva se encontraron la invasión del norte de Flandes por Alejandro Farnesio, la anexión de Portugal en 1580 y el fracasado intento de conquistar Inglaterra en 1588.

    No obstante, esta política ofensiva tuvo que limitarse a principios del siglo XVII debido a la acentuación de la crisis económica. Por ello, Felipe III tuvo que firmar con Flandes la Tregua de los doce años en 1609, y procedió a expulsar a los moriscos en el mismo año, ya que se les consideraba potenciales aliados de los turcos y de los piratas berberiscos.

    Durante el reinado de este monarca se produjo además la entrada en escena de la figura del “valido”, personaje de confianza del rey en quien éste delegaba las funciones de gobierno.  El primero de ellos fue el Duque de Lerma, quien inició una reforma administrativa que sustituyó a los consejos por juntas, más reducidas y, en consecuencia, más eficientes. Entre estos nuevos organismos figuró la “Junta de reformación”, que elaboró en 1619 una “consulta” que pretendía sanear la economía aplicando reformas como la repoblación de tierras, el fomento de la agricultura y la disminución de conventos.

     Sin embargo, al morir Felipe III y acceder al poder Felipe IV, el nuevo valido, el Conde-Duque de Olivares, retornó a la política agresiva e imperialista. Para ello intentó realizar una reforma administrativa y militar, aumentando el presupuesto de la marina y de los tercios, e intentando homogeneizar la aportación de los distintos reinos a la defensa de España a través de la denominada “Unión de Armas” en 1624. Posteriormente, en 1628 entró en guerra con Francia, ya que al heredar esta nación el ducado de Mantua el “camino español” se encontraba en peligro. En 1635 Richelieu declaró la guerra a España, entrando en Cataluña en 1639. Un año después, la negativa de las cortes catalanas a continuar manteniendo al ejército real, unido al rechazo a incorporarse en la Unión de armas, llevaron a esta región a sublevarse contra la monarquía; proclamando Pau Claris una república sometida a Francia. Sin embargo, en 1659 el Tratado de los Pirineos finalizó con el conflicto, estableciendo la frontera hispano-francesa en las montañas de las que recibe su nombre. Por su parte, Portugal, que también se había sublevado, logró independizarse definitivamente al derrotar a don Juan José de Austria en Villaviciosa (1665).

     De este modo finalizaba la hegemonía de España sobre el resto de Europa. El siguiente rey, Carlos II, resultó ser todavía menos indicado para el gobierno que sus antecesores, de modo que el control efectivo del Estado recayó en las personas de la regente Mariana y su confesor Nithard, quienes se apoyaron en una “Junta de gobierno” que, incluyendo a catalanes y valencianos, reconocía la fórmula federalista contra el centralismo castellano. La debilidad de esta monarquía se manifestó en los intentos de usurpación del poder por parte de Juan José de Austria y la conquista de Barcelona por Luis XIV, devuelta con el Tratado de Ryswick; así como en la terrible guerra de Sucesión que entre 1700 y 1714 libraron las potencias europeas apoyando a los candidatos a la vacante real existente tras la muerte sin descendencia de Carlos II.

 

    En cuanto a la bibliografía empleada por Elliott, podemos decir que en la actualidad es un poco antigua, ya que la mayoría de los libros que cita han sido publicados en la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, “La España Imperial” no fue escrita hasta los años 60, de modo que esta bibliografía que en la actualidad puede parecer obsoleta, no lo es en consideración con el libro que ha documentado, en relación con el cual guarda una estrecha proximidad temporal en la mayoría de las ocasiones. Entre los escritores se incluyen grandes conocedores de la historia moderna como Domínguez Ortiz (“Los conversos de origen judío después de la expulsión”), Vicens Vives (“Aproximación a la historia de España”, “Historia de España y América”, “Juan II de Aragón”); y Hamilton, autor de una importante teoría acerca del impacto del flujo de plata americana en la revolución de los precios peninsulares.

    Son libros que pueden agruparse, tal y como hace el autor en la bibliografía final de su obra, en repertorios de temática general (por ejemplo,“The Golden Century of Spain”, de Davies); y monografías más específicas que emplea para cada uno de los capítulos del libro: historia económica (“Manual de historia económica de España”, de Vicens Vives), del reinado de Isabel y Fernando (“History of the reign of Ferdinand and Isabella”, de Prescott), religión (“Erasme et l´Espagne”, de Bataillon), etc.

    Elliott demuestra conocer las obras que cita, pues junto a su título incluye en ocasiones algunas críticas y valoraciones que pueden orientar al lector; como por ejemplo al asegurar que el estudio del declinar intelectual del siglo XVII ha sido poco estudiado; o cuando tacha de anticuadas obras como “La corte de Felipe IV” de Hume, recomendando en su lugar otras más actualizadas.

    Sin embargo, a pesar de la abrumadora cantidad de fuentes bibliográficas empleadas por el autor, éste comete un pequeño error en el momento de incluirlos en su obra. Esto es, apenas existen notas a pie de página que indiquen el origen de las ideas que plasma en cada capítulo y que, además de demostrar su veracidad, podrían ayudar a futuros investigadores a profundizar más en ellas. Por el contrario, Elliott incluye, tal y como hemos expresado anteriormente, un apartado final de su libro donde agrupa todas las obras que ha utilizado para elaborar la suya.

    Por lo que respecta a las cuestiones de forma del libro, podemos comentar diversos aspectos. En primer lugar, el título del libro, “La España Imperial”, que es muy apropiado para su contenido; ya que este es fiel a la temática que anuncia: el nacimiento, auge y desarrollo del Imperio español, de modo que quienes acudan a esta obra para estudiar el imperio de los Austria no será defraudado, pues acudirán a una obra que abarca todo este periodo en su integridad.

     No obstante, el número de páginas dedicadas a cada periodo del Imperio es irregular. Es decir, la época de los Reyes Católicos y de los Austria Mayores es narrada con detalle y amplitud, pero no ocurre lo mismo con temas como la Pax Hispánica de Felipe III, a la que el autor apenas dedica unos epígrafes de modo que para comprender bien este periodo es necesario acudir a otras fuentes.

    Otro elemento destacable de este libro es la inclusión de diversos elementos auxiliares que facilitan la comprensión de los acontecimientos y hechos que narran los diversos capítulos. En concreto, éstos son de dos tipos: cinco mapas que, insertados a lo largo de la obra, muestran situaciones políticas y, en una ocasión, económicas; y cinco cuadros que enseñan, entre otras cosas, dos genealogías reales (la española y la lusa) y el sistema polisinodial. Además, existe un índice analítico compuesto por 14 páginas repletas de nombres, acontecimientos y elementos que facilitan la búsqueda de aspectos concretos de la España de los siglos XVI y XVII.

    Por último, también es destacable el estilo literario empleado por el autor, quien en la “Advertencia” inicial que precede al prólogo destaca la importancia de que una obra histórica goce de belleza literaria. Es ésta una característica que puede apreciarse en “La España Imperial”; pues no resulta aburrida ni pesada de leer. Por el contrario, es una obra amena, bien redactada y que no abruma con datos y fechas innecesarios, ya que se destacan únicamente aquellos verdaderamente importantes para conocer le época del Imperio español. De esta manera, y en resumen, podemos asegurar que esta obra de Elliott es un gran libro para conocer la historia de España y, al mismo tiempo, gozar del entretenimiento que podría aportar una novela.

 

 

 

"La Historia de España", de Marcelino Menéndez Pelayo.

"La Historia de España", de Marcelino Menéndez Pelayo.

  El  libro "La historia de España" constituye una selección de diversos textos escritos por Marcelino Menéndez Pelayo a lo largo de su trayectoria intelectual; los cuales fueron recopilados por Jorge Vigón en los años 30 del siglo pasado y publicados en esta obra. Para ello, tomó fragmentos de diversos libros del citado autor, insertándolos en función de su temática en una serie de capítulos que recogen la particular concepción de la historia de  España que tenía este gran escritor.

  Marcelino Menéndez Pelayo nació en Santander el 3 de Noviembre de 1856. A lo largo de su vida, finalizada en la misma ciudad el 2 de Mayo de 1912, demostró una gran erudición manifestada en el cultivo de disciplinas humanísticas como la filología, la filosofía y la historia. Fue elegido miembro de la Real Academia Españonla en 1880, director de la Biblioteca nacional de España en 1898 y de la Real Academia de la Historia en 1909; desarrollando a través de su extensa actividad intelectual una historiografía caracterizada por su concepción tradicionalista de la historia, que consideraba al catolicismo como el alma vertebradora de España. Entre dichas obras  destacan “La novela entre los latinos” y “Orígenes de la novela” en  filología; “Ensayos de crítica filosófica” en filosofía; y en historia “La ciencia española” y la monumental Historia de los heterodoxos españoles”.

  A partir de algunas de estas obras y de otras más, Jorge Vigón realiza un recorrido a través de la historia de España, desde los visigodos hasta la Restauración de 1874. Para ello, agrupa las fuentes empleadas en tres capítulos: “Hacia la unidad de España”, “Cuando no se ponía el sol en las tierras de España”, y “En la pendiente de la Revolución”; además de un “Epílogo” [1]. Las 350 páginas del libro narran en estos tres apartados el nacimiento de España, atribuido a la conversión de nuestra nación al catolicismo; el desarrollo político que posibilitó la fidelidad a la Verdadera Religión y, finalmente, el inicio de la decadencia española consecuencia, según demuestra el autor, de la “Revolución anticatólica” mantenida por las diversas calases de herejes que se han enfrenado a la Ortodoxia . El resumen es el siguiente:

  Desde el siglo VII está documentada la tradición que atribuye al Apóstol Santiago la predicación en España, aunque la ausencia de documentos que lo demuestren llevaron al cardenal Baronio a negarlo en el siglo XVI, empleando esta argumentación en el transcurso de una pugna por la primacía entre Santiago de Compostela y Toledo. Sea como fuere, lo que sí está documentado es la llegada de San Pablo, no sólo porque él confiese en sus Epístolas el deseo de viajar a Hispania, sino también porque así lo atestigua su discípulo San Clemente. Además, entre los años 64 y 65 San Pedro enviaría a siete predicadores que continuarían la evangelización de la Hispania romana.

  De este modo, se sentarían las bases de la futura nación española, nacida durante el reinado visigodo. Después de que Clodoveo reduciera los dominios de este pueblo bárbaro a una facción de Iberia, debido a su condición de herejes; Leovigildo intentó unificar a Hispania bajo su cetro. Para ello no se limitó a conquistar la Gallaecia, sino que además adoptó elementos imperiales, como el título“flavio” o los atributos de la corona y el manto reales; e intentó implantar la unidad religiosa bajo el arrianismo. Sin embargo, esto no fue posible debido a que su hijo Hermenegildo, bautizado con el nombre de Juan, se alzó en armas contra su padre en defensa de la Fe católica. Aunque resultó derrotado y ejecutado por el Rey, éste se arrepintió y aconsejó a su heredero Recaredo que adoptara la Religión católica. Esto se produjo en el III Concilio de Toledo (589), posibilitándose una fusión entre los hispanorromanos y los visigodos que daría lugar a una época dorada y de gran esplendor: San Isidoro desarrolló una importante actividad intelectual, se fundaron numerosos monasterios, y se estableció una cultura que influiría más tarde en toda la Cristiandad, a través de personajes como Teodulfo o el obispo Galindo.

  Pero todo esto sería destruido tras la invasión musulmana de 711, iniciándose una etapa de “claroscuro” que comenzaría a desvanecerse en el siglo XIII. En este momento, calificado por Menéndez Pelayo como uno de los más gloriosos de la historia de España, se produjeron acontecimientos tan importantes como la trascendental victoria de las Navas de Tolosa (1212), las conquistas de Córdoba, Sevilla, Mallorca y Valencia; las predicaciones antialbigenses de Sto. Domingo de Guzmán; o el desarrollo de las lenguas vernáculas: el castellano, con Gonzalo de Berceo y Alfonso el Sabio, y el catalán con Raimundo Llulio.

  Esta eclosión de cultura y poder permitirían el florecimiento de la nación española, que llegó a desarrollar un Imperio cuyo cenit se encontró en el reinado de Felipe II (1556-1598). A pesar de las grandes calumnias y difamaciones vertidas por sus enemigos, entre los cuales el autor destaca a Gregorio Leti, y de las acusaciones de oscurantismo e incultura; lo cierto es que, según escribe Menéndez Pelayo, bajo el mandato del “Rey Prudente” se producirían grandes aportes a  España y la Cristiandad. Por ejemplo, Esquivel trazó el primer mapa geodésico de España, se erigió el Monasterio de El Escorial, y se creó la Academia de matemáticas de Madrid. Además, el autor demuestra la falsedad de la idea según la cual la Inquisición sumió a España en el atraso, pues, además de los hechos mencionados anteriormente, durante los siglos XVI y XVII se produjeron avances científicos tan grandes como el desarrollo de las cartas esféricas por Sta. Cruz, descubrimientos botánicos protagonizados por Acosta, la formulación de la teoría del polo magnético por M. Cortés y el desarrollo de un nuevo planisferio por J. Rojas. Por último, el autor destaca otro gran acontecimiento ocurrido en esta época: el Concilio de Trento (1545-1563), que se caracterizó por ser “tan ecuménico como español”, y que fue fundamental para frenar la expansión de la herejía protestante por Europa, religión cuya destrucción asumió España.

  Pero con el advenimiento de la Casa de Borbón en el siglo XVIII se inició, según Menéndez Pelayo, la decadencia de España; pues con la nueva dinastía se extendieron nuevas ideas heterodoxas que derrumbarían el Imperio, ya que, en función de la concepción histórica  del autor, “Nunca se ataca el edificio religioso sin que tiemble y se cuartee el edificio social”. Concretamente, fueron los ingleses quienes precipitaron dicha penetración ideológica al invadir España durante la Guerra de Sucesión (1700-1713); puesto que no sólo se limitaron a perseguir al clero, sino que además, una vez adquiridas Menorca y Gibraltar, en el primer lugar pretendieron, sin conseguirlo, imponer el anglicanismo; y desde el segundo difundirían ideologías heterodoxas y permitirían el escondite de enemigos de España. Una de estas ideologías fue la masonería, que estaba en el Peñón en 1726 y un año después en Madrid.

  Sin embargo, aún habiendo España adquirido un rango de segunda potencia, durante los siglos XVIII y XIX se produjeron importantes descubrimientos que, una vez más, derrumban los tópicos de un supuesto oscurantismo intelectual español: Jorge Juan, Ulloa y Ciscar aplicaron las matemáticas a la náutica; Rojas fue un gran botánico;  y Elhuyar descubrió el tungsteno. El problema fue el de que, al contrario que en Inglaterra con la “Royal Society”, no se crearon entidades que permitieran colaborar a los diversos científicos entre sí y potenciar su trabajo.

  El siguiente paso en el camino por la destrucción de España fue el de la Guerra de la Independencia (1808-1814), en el transcurso de la cual se celebraron las Cortes de Cádiz en 1812. En ellas el pueblo español, cansado del absolutismo de Godoy y Bayona, asumió algunas de las ideas del siglo XVIII; aunque logrando Iguanzo, el caudillo del Partido Católico, mantener el reconocimiento oficial de la Religión católica. Pero esto no evitó que se produjeran excesos contra el clero, lo cual llevó al pueblo llano a apoyar la restauración del absolutismo bajo Fernando VII. Por ello, los liberales se pasaron en masa a la masonería, culminando sus conspiraciones con la sublevación de Riego en 1820, que produjo la pérdida de América. Una vez derrocado el liberalismo tres años después, Fernando VII abandonaría su tradicionalismo en favor del despotismo ilustrado, de modo que se inició una oposición interna manifestada en la “Guerra dels malcontents” de 1827. No obstante, a pesar de que se produjera lo que Menéndez Pelayo califica como una traición del Rey, durante su mandato se produjeron avances como el Código de comercio, la Escuela de farmacia y la construcción del Museo del Prado.

  Una vez fallecido Fernando VII, el liberalismo alcanzó el poder y las luchas entre las diversas facciones existentes en el seno del mismo sumieron a toda España en una etapa convulsa y revuelta, donde además existió una permanente guerra civil alentada por los carlistas, custodios de la verdadera esencia de la españolidad. Entre estas facciones surgió una que “dejó de creer en la soberanía del número para creer en la de la razón”, y cuya consecuencia fue el nacimiento del Partido Conservador. Éste sería un núcleo desde el cual diversos intelectuales frenarían el avance de la Revolución a partir de la “Ortodoxia”; entre los cuales destacaron Donoso Cortés [2] y Balmes como los principales, y Aparicio y Nocedal como otros secundarios pero también importantes. Además, surgieron  revistas y diarios como “La Esperanza” y “El católico” que contribuyeron a esta lucha.

  Pero la calificada como “resistencia ortodoxa” no impidió el arraigamiento de la Revolución, culminada cuando, aún habiéndose recogido 3,5 millones de firmas en contra, el 5 de Junio de 1860 las Cortes Constituyentes abolieron la Unidad Católica de España y permitieron que se produjeran acontecimientos tan nefastos como la expulsión de los jesuitas por la Junta Provisional de Barcelona en 1868, o la prohibición de la enseñanza religiosa y el cierre de las facultades de teología por Zorrilla, el nuevo Ministro de fomento.

  Finalmente, en su epílogo, el autor apela a la restauración de la Unidad Católica como único medio para revitalizar a la decadente España, pues, según afirma, “Ni por la naturaleza del suelo, ni por la raza, ni por el carácter parecíamos destinados a formar una gran nación”; ya que fue sólo la Religión el elemento integrador de todos estos caracteres y el que permitió que juntos formaran e hicieran grande a la nación española.

  Por lo que respecta a la bibliografía empleada para confeccionar el libro, ésta se caracteriza por estar compuesta única y exclusivamente por obras de Menéndez Pelayo, ya que el libro es una recopilación de fragmentos  escritos por él. Jorge Vigón toma distintos libros y discursos del citado autor, seleccionando los fragmentos que considera más representativos a la hora de juntarlos en un libro que pretende ofrecer una síntesis de la historiografía del escritor santanderino. Entre estas fuentes, destaca la monumental “Historia de los heterodoxos españoles” [3], un libro que, publicado en Madrid, fue escrito entre 1880 y 1882  y confeccionado a raíz de la influencia que en su autor ejerció su gran amigo y mentor Gurmersindo Laverde. En este libro, Marcelino Menéndez Pelayo traza una historia nacional basándose en las diversas “herejías” que han existido en España, demostrando, a lo largo de las 4000 páginas que componen sus tres tomos, que la esencia histórica de España se haya en el mantenimiento de su fidelidad a la Ortodoxia religiosa. Para ello emplea una grandísima cantidad de fuentes primarias, como por ejemplo las obras de Erasmo de Rótterdam o de Sepúlveda a la hora de abordar el tema del protestantismo en la Península; así como un gran número de documentos secundarios como diversos artículos del doctor Boehmer o de Tomás Tapia.

  Aunque la “Historia de los heterodoxos españoles” constituye el principal referente historiográfico empleado por Vigón, no éste es el único que cita en el libro. También se destacan otras composiciones cuya temática es más concreta y de donde el recopilador selecciona fragmentos relacionados con capítulos cuyo contenido se relaciona directamente con las tesis que defienden dichas obras. Por ejemplo, “La ciencia española” (1876) es un libro donde el autor reivindica la existencia de una tradición científica española; y que es empleado por Vigón para completar los capítulos de “La historia de España” donde se aborda esta temática, principalmente cuando desmonta el mito según el cual en la España Moderna no existió ningún tipo de actividad científica. Otro de estos libros es “Estudios de crítica literaria” (1884), empleado en capítulos como el que se refiere a la Edad de Oro de los siglos XVI y XVII, o aquel otro que analiza la historiografía desarrollada para estudiar la figura histórica de Cristóbal Colón. Para abordar este último tema, el del Descubridor de América,  el literato santanderino cita una gran cantidad de fuentes que permiten determinar la gran calidad histórica de su libro, como por ejemplo las obras de Humboldt y Cesáreo Fernández Duro, o a autores críticos con el marino genovés como Draper; lo cual demuestra el afán de Menéndez Pelayo por lograr un estudio objetivo. Otras fuentes son: “Historia de la poesía castellana en la Edad Media”(1911), empleado por ejemplo al analizarse la figura del rey humanista Alfonso V de Aragón o de los Reyes Católicos; “Ensayos de crítica filosófica”, aplicado en el capítulo referido a Ramón Lull; varios discursos como el leído en la Fiesta literaria del 26 de Junio de 1911, que alude al advenimiento de la Casa de Borbón; y, finalmente, adiciones o prólogos escritos por el autor santanderino para obras de otros autores, un ejemplo de lo cual son las adiciones a la obra de Otto von Leixner “Nuestros siglo”, referente al siglo XIX.

  Por tanto, podría achacársele al libro de Jorge Vigón el hecho de ser subjetivo por emplear únicamente fuentes de un sólo autor, restando así la objetividad histórica que supondría el contraste de obras de autores que sostengan cosmovisiones distintas de un mismo tema. Sin embargo, el hecho de que el objetivo del recopilador sea el de ofrecer una síntesis de la reflexión histórica de Menéndez Pelayo justifica esta actitud, que no  pretende elaborar un manual de historia. Por otro lado, si se acude directamente a las fuentes citadas, el lector descubrirá que el escritor santanderino se caracteriza por emplear una grandísima cantidad de citas que sí contrastan fuentes directas e indirectas que sostienen concepciones distintas de los hechos abordados.

  Concluyendo con el análisis de las fuentes empleadas en “La Historia de España”, es necesario hacer referencia a que muchas de ellas pueden estar hoy en día superadas, pues todas son anteriores al primer tercio del siglo pasado y pueden haber sido revisadas por estudios posteriores. No obstante, esto no elimina el hecho de que la gran calidad de las mismas, así como la característica de que muchas de ellas sean primarias, permitan asegurar que todavía en la actualidad Menéndez Pelayo sea un historiador muy a tener en cuenta por haber aportado una gran cantidad de reflexiones y datos bien documentados a la historiografía española. Además, la singularidad de que el autor sea considerado el “abuelo” del pensamiento conservador español realza esta importancia, pues el análisis de su obra permite estudiar tanto la filosofía como la  actitud política y concepción de la historia del conservadurismo y del tradicionalismo español.

  Para finalizar esta recensión, también comentaremos algunas cuestiones de forma del libro. En primer lugar, es de resaltar la gran aptitud para la escritura que manifiesta el literato santanderino, quien, a lo largo de sus escritos, no sólo demuestra la grandísima erudición que le transformó en 1905 en uno de los candidatos al Premio Nobel; sino que además hace presente su gran capacidad para la literatura, manifestada en el empleo de muchas figuras poéticas y retóricas de gran belleza a lo largo de sus libros. 

  También es destacable, dentro de este breve análisis de la forma del libro, la idoneidad del título. Es decir, quien acuda a “La Historia de España” para conocer el devenir histórico de dicho país no será defraudado, pues es precisamente esto lo que se narra a lo largo del libro. Eso sí, tal y como hemos escrito anteriormente, no se hace como un manual de historia, sino como la reflexión personal de un autor, de modo que a veces impera la subjetividad. La única “pega” que se puede poner a este aspecto consiste en que no todos los temas se abordan con la misma amplitud, pues, aunque la Edad Media y, tal vez en menor medida, la Edad Moderna, están muy bien descritas; la Edad Contemporánea, que por razones obvias se reduce al siglo XIX, no está explicada tan profundamente. Podemos ver esto en el tema de la I República, reducido a una breve valoración de sus cuatro presidentes, por lo cual tal vez el lector puede decepcionarse al suponer que este momento histórico, por el hecho de ser contemporáneo al autor, debería estar incluido con mayor profundidad.

   Por último, también se echan de menos instrumentos auxiliares como mapas y esquemas, aunque también esta rémora puede justificarse por tratarse de un libro escrito en una época dónde no era tan habitual su empleo y también por el motivo de que el público al que se dirigen las fuentes empleadas no es la totalidad de la población, sino un sector iniciado. Sin embargo, el hecho de que el libro creado por Jorge Vigón pretenda resumir estas fuentes para adaptarlas a un público amplio y profano, permiten asegurar que “La Historia de España” constituye un libro muy adecuado para todo aquel que desee conocer de una forma fiel y sintética la interpretación de la historia que adoptó el grandísimo intelectual que fue Marcelino Menéndez Pelayo.

 

 Notas:

    [1] Este genial Epílogo se encuentra íntegro en el siguiente enlace: http://tradicionyrevolucion.blogia.com/2008/052201-sintesis-de-la-vision-de-espana-de-marcelino-menendez-pelayo..php

    [2]   Un breve resumen de  una de la obra más representativa de Donoso Cortés, su célebre “Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo”, también fue publicado en este blog: http://tradicionyrevolucion.blogia.com/2008/092401--ensayo-sobre-el-catolicismo-el-liberalismo-y-el-socialismo-de-juan-donoso-corte.php

    [3]     La monumental obra de Marcelino Menéndez Pelayo se encuentra digitalizada:   http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01361608688915504422802/index.htm

 

 

 

"Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo", de Juan Donoso Cortés.

"Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo", de Juan Donoso Cortés.

 

  El siguiente artículo constituye un  brevísimo resumen del último de los libros que he leído: “Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo”; publicado en 1851 por el intelectual español Juan Donoso Cortés.

  Se trata de una obra escrita durante la época de Isabel II, monarca en el seno de cuyo reinado se produjo en España la denominada “Revolución liberal”, esto es, la serie de reformas políticas y sociales que despojaron a nuestra nación de su centenaria Tradición. Ante esta situación; si bien el escritor que nos ocupa inició su actividad política ligado a la facción liberal, a partir de la ola revolucionaria que se extendió por Europa en 1848, se transformó en uno de los más destacados apóstoles del tradicionalismo, defendiendo la autoridad y el orden frente a la anarquía y la violencia revolucionarias.

  El “Ensayo” de Donoso Cortés defiende la tesis de que el orden es consecuencia del catolicismo, que introduce este concepto en la Religión,  pasando de aquí a la moral y, finalmente, de ésta a la política. Frente a esto, el liberalismo es una doctrina que provoca el caos, disfrazándolo de una aparente armonía que, dando un paso más, el socialismo proudhiano niega en su totalidad.

  Para desarrollar esta concepción de la política, el escritor comienza su libro con un capítulo que analiza la aportación que la verdadera Religión ha realizado a la Civilización occidental. Según él, “la teología es la luz de la historia”, pues las diversas instituciones sociales han sido edificadas por todas las civilizaciones de la historia a partir de su cosmovisión religiosa.  Por esta razón, la más gloriosa de las civilizaciones es la católica, que ha introducido en la humanidad el concepto de fraternidad universal, una cosmovisión del hombre que considera a este como un ser libre y digno, de manera que “cuando el hombre llegó a ser hijo de Dios, al punto dejó de ser esclavo del hombre”. La consecuencia de la negación de la esclavitud del hombre y de la existencia de seres superiores, es la que ha desembocado en la constitución del concepto de “solidaridad”, esto es, de relación armónica entre los hombres. Todo ser humano ha sido creado para relacionarse con sus semejantes, de manera que solo puede forjar su personalidad y obtener su felicidad estableciendo diferentes relaciones con el resto de seres humanos. Esto se comienza con la familia, solidaridad doméstica, y se continúa con otra serie de lazos de fraternidad como la corporación, solidaridad profesional, o la nación, solidaridad política; de manera que se establece en la tierra una ordenación y jerarquización perfectas, que identifican la “ciudad terrenal” con la “ciudad celestial” de la que hablaba San Agustín.

  Sin embargo, esta hermandad entre los hombres que declara el catolicismo como base de su doctrina política, es negada tanto por el liberalismo como por el socialismo. La primera de estas dos ideologías, lo hace al proclamar un individualismo radical cuya consecuencia es que “cada uno mira por los demás y se desentiende del resto”, estableciendo un sistema de relaciones entre los hombres en el cual se destruyen las entidades intermedias entre el individuo y el estado. Por su parte, el socialismo va más allá y defiende una auténtica contradicción: la de afirmar la solidaridad internacional entre los hombres al mismo tiempo que pretende erradicar las verdaderas manifestaciones de ésta, la Religión, la familia y la nación.

  Por su parte, la raíz de esta radical diferencia que catolicismo, liberalismo y socialismo poseen en su cosmovisión de las relaciones humanas, se encuentra en las diferentes explicaciones que dan al origen del  bien y del mal. Para el catolicismo, el bien se identifica con Dios, mientras que el mal es consecuencia accidental de la libertad humana. Es decir, el Creador no ha transmitido el bien absoluto a los hombres, pues esto supondría que fuéramos otros dioses, ni tampoco el mal, que no existe en Dios; sino un bien relativo cuya principal imperfección es la capacidad de elegir. Nuestra condición de seres humanos encuentra su identificación con el Señor mediante la libertad, que supone la posesión de un entendimiento capaz de guiar nuestra voluntad hacia el bien. Por tanto, la libertad integra al hombre en la armonía deseada por Dios, apartándole del caos que supone el pecado.

  Sin embargo, el liberalismo reduce la concepción del bien y del mal a una cuestión de gobiernos, preguntándose por su legitimidad. Según defienden, la soberanía constituyente, esto es, el origen del poder, se encuentra en Dios; pero no así la soberanía actual, que depende del hombre. Es decir, el Creador sería el origen del mundo, pero, desentendiéndose de sus criaturas, les cede a estas toda soberanía en la tierra, desligándose de del ser humano. Por lo tanto, el bien y el mal son algo subjetivo que los políticos deciden basándose únicamente en la razón.

  De esta manera, el liberalismo comienza a destrozar la significación religiosa de la política, pues considera que Dios no es necesario en la misma. Sin embargo es el socialismo el que, no reduciendo la cuestión del bien a la política, sino ampliándolo hasta su raíz social; termina por expulsar a la Religión de la sociedad, declarando el ateismo. Para Proudhom, el bien se identifica con el individuo, y el mal con la sociedad. Según él, el hombre es intrínsecamente bueno, pero las ligaduras sociales le transforman en un ser malvado; de manera que es imprescindible acabar con la ligadura divina (Dios), la política (Estado), la social (propiedad) y la doméstica (familia).

  No obstante, el socialismo constituye un compendio de contradicciones absurdas; pues, además de la citada anteriormente con respecto a la solidaridad, Proudhom no consigue superar, como pretende, los conceptos de autoridad y de propiedad. Esto es, la sustitución de la autoridad que pretende no desemboca en la libertad, sino en otra autoridad mayor, la del estado; y la abolición de la propiedad privada supone también que sea el estado el que disponga de ésta. Además, el hombre no puede redimirse a sí mismo, pues de la imperfección no puede surgir la perfección si no es por medio de Dios.

  En consecuencia, Donoso Cortés establece que, por ser el catolicismo la única concepción de la realidad cuyos dogmas no se contradicen y que se integran en un orden perfecto, es su doctrina la única que puede combatir al caos. Por esta razón, la contradicción del socialismo y del liberalismo sucumbirá ante la Religión que “ha puesto en orden y en concierto todas las cosas humanas”, lo cual define de esta manera el escritor español: “Ese orden y ese concierto, relativamente al hombre, significan que por el catolicismo el cuerpo ha quedado sujeto a la voluntad, la voluntad al entendimiento, el entendimiento a la razón, la razón a la fe, y todo a la caridad, la cual tiene la virtud de transformar al hombre en Dios, purificado con un amor infinito. Relativamente a la familia, significan que por el catolicismo han llegado a constituirse definitivamente las tres personas domésticas, juntas en uno con dichosísima lazada. Relativamente a los gobiernos, significan que por el catolicismo han sido santificadas la autoridad y la obediencia, y condenadas para siempre la tiranía y las revoluciones. Relativamente a la sociedad, significan que por el catolicismo tuvo fin la guerra de las castas y principio la concertada armonía de todos los grupos sociales; que el espíritu de asociaciones fecundas sucedió al espíritu de egoísmo y de aislamiento, y el imperio del amor al imperio del orgullo. Relativamente a las ciencias, a las letras y a las artes, significan que por el catolicismo ha entrado el hombre en posesión de la verdad y de la belleza, del verdadero Dios y de sus divinos resplandores”.

  Se trata, en definitiva, de un libro muy interesante que describe la metapolítica católica, demostrando lo absurdo que suponen las ideologías revolucionarias y lo perfecto que tiene el catolicismo. Puede adquirirse en “Criteria Club” (http://www.criteriaclub.com/ensayo-catolicismo-liberalismo-juan-donoso-cortes.cr.html); o leerse por internet (http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/13505030989138941976613/index.htm).

 

El Honor.

El Honor.

 

  Después de haber leído el genial libro “La senda del Honor”, escrito por Antonio Medrano y publicado por ediciones “YATAY”; escribo la siguiente reflexión acerca de uno de los valores más importantes que puede poseer un ser humano: el Honor.

  Se trata de una cualidad moral que basa la actuación humana en el deber, esto es, en el dirigir nuestras acciones no hacia lo que nos ofrezcan “la democracia de las pasiones y la anarquía de los humores”, sino hacia lo que nos exige la monarquía de la razón. Es decir, una vida humana honrada considera el eje de su existencia la sustitución de “lo que apetece” por lo que “se debe hacer”.

  Por esto, el honor es una virtud que hoy, por desgracia, se encuentra totalmente alejada de nuestra sociedad; ya que su sentido es totalmente antagónico a la cosmovisión materialista y egoísta que nos impone el sistema liberal-capitalista. Puesto que estamos padeciendo un régimen que deshumaniza al hombre, transformándole en un “hombre-teatro” cuya única ilusión es la de actuar para que las demás personas le acepten; el concepto de “persona” pierde totalmente su sentido y su valor en favor del calificativo de la humanidad como “masa”.

  Frente a esta alienación del hombre que nos transforma en bestias sin individualidad alguna, el honor nos propone distanciarnos de la “masa”, transformándonos en aristócratas que se eleven como águilas majestuosas sobre el vulgo. Pero esta “aristocracia” que transforma a las personas honradas en la elite de la sociedad, no tiene un sentido económico, racial o político; sino humano. Es decir, la nobleza humana se encuentra en la vida “entregada al cumplimiento del deber y puesta al entero servicio de la Patria, como punto de apoyo para el servicio de la humanidad”.

  No obstante, es muy importante tener en cuenta que la honradez se encuentra consustancialmente unida a la humildad. Es decir, no es una cualidad que pueda llegar a obtener quien anhele ser superior al prójimo, sino todo lo contrario: es una realidad que solo consigue quien actúa sirviendo a sus semejantes, a su patria y a Dios. Con respecto a esta afirmación, podemos recordar la sentencia pronunciada por Jesucristo según la cual “los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros”, ya que un hombre que lucha por su propia santificación no es el que busca ser servido, sino el que sirve a los demás.

  Como consecuencia de llevar una vida noble, esta cualidad, perteneciente al fuero interno, tiene una proyección externa; lo cual es importante en dos sentidos.

  En primer lugar, porque de este modo mantenemos nuestro “buen nombre”, esto es, el sentirnos partícipes de la misión divina que implica el “nomen” que nos hace únicos ante Dios y, consecuentemente, ante la sociedad. Con respecto a esto, recuerdo que en una ocasión escuché a un sacerdote afirmar que “Dios no sabe contar”, frase con la que se refería a que el Señor no considera a los seres humanos como un número más o menos grande de personas, sino como almas individuales con una personalidad y un destino propios. Por ello, afirmaba este presbítero, un conjunto de hombres, supongamos que se llaman Carlos, Laura, Juan y Santiago, no son para Él 4 personas, sino que son Carlos, Laura, Juan y Santiago; y de igual manera ocurre con todos los millones de personas que han existido, existen y existirán durante la historia: a todos les conoce por su nombre, que encierra la misión que les ha encomendado.

  La segunda manifestación externa del honor, existe debido a que esta virtud, ligándose con el deber, implica la consideración de nuestra vida como una empresa o un destino que encuentra su justificación en el servicio a la sociedad. Decía José Antonio que “la vida no vale la pena sin no es para quemarla en el servicio de una empresa grande”, apelando de este modo la vida honrada, esto es, al asumir que los hombres somos “portadores de valores eternos”, y que estos valores que Dios nos ha dado al crearnos a su imagen y semejanza, no los tenemos para engrandecernos a nosotros mismos, sino para servir a nuestros semejantes y a nuestro único Dios.

  Con respecto a esto último, el servicio a Dios, es importante tener en cuenta que Él es el fundamento último que, al igual que todas las virtudes, posee el honor. El objetivo de la existencia humana en la tierra, no es otro más que el de obtener la propia santificación y lograr la santificación de nuestros semejantes; lo cual requiere que el eje adamantino de nuestra vida sea el deber.

  Además, si queremos ser plenamente honrados, es imprescindible la posesión de la Fe, es decir, del don que Dios nos concede para, creyendo en su palabra, ser santos. León Degrelle afrmó que “la salvación del mundo está en la voluntad de las almas que tienen Fe”.

  Por otro lado, la posesión de la Fe es importante para poder llevar nuestra vida honrada hasta sus últimas consecuencias, ya que, en muchas ocasiones, esto ha provocado la entrega de la propia vida. Es decir, cuando los católicos hemos padecido persecuciones, solamente quienes, como consecuencia de tener Fe, han actuado con honor, han sido premiados por Dios y por la historia con la palma del martirio. Cuando José Calvo Sotelo, protormárir de la última Cruzada librada por España, fue amenazado de muerte en el Parlamento, su respuesta fue la que sigue: “Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: ’Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis’. Y es preferible morir con honra a vivir con vilipendio". Esto es, el honor implica ser valiente, no tener miedo a entregar nuestra vida por la Religión y por la Patria, teniendo en cuenta que, tal y como escribió Shakespeare, “Los cobardes mueren muchas veces antes de morir, los valientes no sufren más que una muerte”.

  Y, para terminar con este comentario, es importante conocer que, puesto que debemos ser valientes en medio de una sociedad cobarde, impía y egoísta, estamos llamados a ser auténticos héroes. Decía Geach: “eres un héroe en el sentido griego de la palabra: un hijo no solo de padres mortales, sino de Dios”. Por ello, debido a que somos hijos del Creador del mundo, tenemos que asumir que nuestra lucha contra Satanás (padre de la deshonra), es una batalla que tenemos ganada de antemano, pues, “si Dios con nosotros ¿quién contra nosostros?”. Lo único que debemos hacer para obtener la victoria es llevar una existencia honrada que permita a Dios actuar por medio de nosotros; haciendo presente la frase de Santa Juana de Arco según la cual “nosotros luchamos y Dios nos da la victoria”.

 

Presentación del libro “Los campamentos del Frente de Juventudes” .

Presentación del libro “Los campamentos del Frente de Juventudes” .

 

  Hoy, día 5 de Junio de 2008, ha sido presentado en el aula de Fuerza Nueva el libro “Los campamentos del Frente de Juventudes” por parte de su autor, Cesáreo Jarabo Jordán.

  El escritor ha comenzado su conferencia haciendo referencia a las muchas dificultades que ha tenido antes y después de publicar el libro .Es decir, cuando quería acceder a los archivos catalanes, se le denegó el permiso y tuvo que acudir a Madrid para consultar una hemeroteca donde también sufrió retenciones en su investigación; y, una vez publicado su trabajo, en Valencia varias piaras de “antifascistas” pretendieron boicotearle. No obstante, estas actitudes no evitaron que Cesáreo Jarobo desarrollara una fructífera investigación, sino todo lo contrario: la ausencia de fuentes documentales le llevaron a elaborar su trabajo a partir de testimonios orales, facilitados por antiguos miembros y participantes de las actividades del Frente de Juventudes, entre los cuales destacó a Pascual Pascual Recuero.

  Posteriormente, ha iniciado la presentación del libro, publicado a partir de su tesis de licenciatura. Ha comenzado hablando de los orígenes de la actividad campamentística, que se remota al siglo XIX, cuando la Revolución Industrial había desarraigado de la naturaleza al hombre y le estaba deshumanizando. En este contexto histórico, surgieron diferentes asociaciones, muchas de ellas promovidas por la Iglesia, con la misión de familiarizar a los jóvenes con la naturaleza. Uno de ellos fue el de los “Boy scout”, fundado por el británico Baden Powel.

  No obstante, estos grupos poseían un carácter exclusivamente “naturista”, esto es, no se ocupaban de ningún tipo de formación política (aunque solían realizar tareas de formación en virtudes humanas y, en ocasiones, religiosas). La primera nación que empleó uno organización juvenil con el objetivo de crear una conciencia política en la juventud, fue la URSS a través del “Konsomol”; y más tarde, hacia el año 1926 la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler con las “Hitlerjunge”.

  En cuanto a España, las primeras organizaciones que emplearon campamentos para formar políticamente a los jóvenes, fueron la Falange y el Requeté. Al iniciase la Guerra de Liberación, los primeros incluyeron a sus miembros más jóvenes en los denominados “flechas”, mientras que los segundos hicieron lo propio a través de los “pelayos”. Aunque funcionaron autónomamente, la unificación de las fuerzas nacionales en torno a FET y de las JONS dio lugar a que se fusionaran también las organizaciones de niños, creándose la “Organización juvenil”, que en 1940 pasaría a denominarse “Frente de Juventudes”.

  Se trataba de una entidad que tenía una doble misión: por un lado, apartar a los niños de las penalidades de la Guerra y de la Posguerra, y, por otro, el objetivo primordial: garantizar a la juventud española una formación íntegra, que se ocupara de la formación religiosa, premilitar, humana…

  Para lograr estos objetivos, en cada Provincia había una delegación del Frente, que organizaba campamentos en los que los niños convivían como una auténtica familia: compartían todo lo que recibían de sus padres, jugaban juntos y eran responsables por igual de todo. Además, se garantizaba que todos los niños pudieran acudir al campamento, aportando becas para los más necesitados. No obstante, no se regalaban gratuitamente, ya que se consideraba que, por pequeña que fuera, cada persona debía aportar una colaboración económica como símbolo de su esfuerzo personal.

  Todos estos niños eran educados por distintos mandos. Éstos, eran personas elegidas cuidadosamente con el objetivo de que fueran conocedoras del espíritu católico y nacional-sindicalista que había que transmitir a la juventud. Por ejemplo, el encargado de la educación premilitar debía tener conocimientos militares, el dirigente de la sección cultural, superar un examen de capacidad. Otros cargos eran el de administrativo, que implicaba la posesión de conocimientos de contabilidad, el de sanitario, ocupado por un licenciado o doctor en medicina, y el de capellán.

  También nos ha explicado el conferenciante que durante la Guerra de Liberación, mientras en el bando nacional se realizaba esta importante obra social (que sería una de las artífices de la erradicación del analfabetismo); en el bando rojo los niños y jóvenes carecieron de organizaciones juveniles. Por ello, fue posible que se obligara a luchas a muchachos de 15 años, los integrantes de la calificada como “quinta del biberón”, o que decenas de miles de niños tuvieran que exiliarse.

  Finalmente, Cesáreo Jacobo ha concluido explicando como ocurrió la destrucción del Frente de Juventudes. Éste se produjo en dos fases: la primera en 1965, cuando, como consecuencia del viraje político del Régimen, se disolvió el Frente para formar la “Organización Juvenil Española”; que carecía de dimensión política. No obstante, puesto que los antiguos mandos permanecieron en nuevos puestos, muchos dirigentes se esforzaron para mantener vivo el espíritu del nacional-sindicalismo. Sin embargo, en otos lugares esto no ocurrió, permaneciendo la OJE aislada de la dimensión política.

  Por último, la OJE murió al fallecer el Caudillo, cuando, de repente, todos los miles de chicos, mandos…. la abandonaron; entregándose a la corrupción humana, espiritual y moral que el Régimen liberal-capitalista todavía está introduciendo entre nuestra juventud.