En "El País" no saben historia.
Una de las señas de identidad de la izquierda española es, por lo menos desde hace cuarenta años, su implacable fobia hacia todo lo relacionado con el patriotismo y la idea de España; actitud de la que se deriva la siniestra manipulación que, de la gloriosa historia de nuestra patria, se empeñan en difundir los medios de comunicación del Sistema.
De esta cotidiana situación pueden ser testigos los lectores del periódico El País, panfleto “progre” por excelencia de entre todos los que infectan a nuestra sociedad. Concretamente, el pasado domingo 30 de agosto la sección de este diario denominada “La cuarta página” incluía un artículo pseudohistórico cuya tesis era, poco más o menos, la de considerar a Isabel la católica y a Felipe II como a unos pérfidos dictadores que, habiendo usurpado el poder “legítimo”, subyugaron a sus súbditos dentro de un sangriento y violento sistema totalitario. En efecto, el autor de dicho escrito asegura que “la historiografía nacionalista la exalta (a Isabel I) como creadora del Estado Moderno y autora de unas reformas pioneras en Europa. En realidad, la reina Isabel no hizo otra cosa que lo que cualquier tirano en cualquier edad y latitud: desmantelar las instituciones que violentó y consolidar en su lugar un artefacto político hecho a su ambición”.
Es decir, según J.M. Ridao, autor del artículo que hemos citado, no ha existido nunca el proceso histórico que los eruditos han denominado “génesis del Estado Moderno”. Por lo que vemos, para él no significa nada la aparición de los estados renacentistas superadores del feudalismo medieval; sino que, por el contrario, el siglo XVI sólo se caracterizaría por la confluencia en el tiempo de una serie de déspotas que, en Francia, el Imperio, Inglaterra y España; habrían desmantelado la “legalidad vigente” para esclavizar a sus enemigos.
Tal afirmación solamente puede demostrarnos una cosa: que Ridao no tiene ni la más remota idea de historia. En realidad, las reformas de Isabel la católica se enmarcan dentro de un proceso histórico iniciado en el siglo XIII, no sólo en España, sino en toda Europa. Esto es, desde que en el siglo V el Imperio Romano diera paso a la aparición de las monarquías fundadas por los invasores bárbaros, se inició un proceso de feudalización cuya consecuencia fue la sustitución del poder centralizado en la persona del monarca, por otro en el cual la nobleza periférica alcanzó una influencia política que transformó al rey en un mero “primus inter pares”. Dentro de cada marca, condado o ducado, existía un personaje con poder ilimitado y jurisdicción absoluta sobre los habitantes de su territorio, con capacidad para condenarles a muerte, enrolarlos en su ejército y exigirles impuestos; de modo que dentro de cada nación existía una notable desigualdad entre sus pobladores. Sin embargo, el siglo XIII inició el Primer Renacimiento europeo, sin el cual no hubiera sido posible el que se daría en el siglo XVI, y una de cuyas principales consecuencias fue el redescubrimiento del "Ius comune" o Derecho romano. De este modo, los legistas que estudiaron en las nacientes universidades promovieron la centralización de las monarquías europeas en torno a sus reyes, buscando de este modo una mayor racionalización de los recursos humanos y económicos de los que se disponían, así como una mayor equidad en el ejercicio de la justicia.
Para los actuales pseudointelectuales progresistas, la monarquía fue sinónimo de tiranía y despotismo; pero la realidad que transmiten las crónicas medievales y modernas desmiente esta afirmación. En realidad, autores como Adalbéron de Laon hablaron, ya en el siglo XI, de la monarquía como garantizadora del orden y del equilibrio dentro de la sociedad llamada trinitaria (esto es, organizada en torno oratores, bellatores y laboratores); lo cual contrastaba con una realidad en la que los guerreros o nobles actuaban como déspotas en sus respectivos feudos. Por esta razón, los plebeyos aceptaron gustosamente las llamadas “regalias”, es decir, la intromisión de la jurisdicción real dentro de las posesiones de la nobleza; lo cual les hacía dependientes legalmente de un monarca que habitaba a distancias lo suficientemente grandes como para evitar que fuera posible un abuso como el que ejercían los condes, duques o marqueses. Podría parecer idílico o falso, pero lo cierto es que en el imaginario colectivo existía esta concepción, y prueba de ello son obras clásicas como “El alcalde de Zalamea” o “Fueteovejuna”; donde vemos como se apela al monarca en contra de los abusos de las autoridades intermedias; y donde el grito de ¡Viva el Rey! es sinónimo de ¡Viva la libertad!
Como hemos dicho, poco a poco los gobernantes fueron imponiendo su autoridad en el seno de los diferentes reinos; no sólo en nuestra patria. En Francia lo hicieron Luis Felipe de Orleáns, San Luis o Felipe el Hermoso; y en Inglaterra Enrique II y sus sucesores; culminando sus acciones en el siglo XV, en las personas de Luis XII y Enrique VII respectivamente. Las instituciones que Ridao llama “artefacto político hecho a su ambición”, lograron desarrollar, poco a poco y con el paso de los siglos, estados modernos y eficientes. Si los Reyes Católicos crearon la Chancillería de Granada, la figura del corregidor, los diversos Consejos o la Junta de la Santa Hermandad; no fue con el objetivo de sancionar un ascenso ilegítimo al trono, sino como culminación del devenir histórico iniciado por San Fernando y Alfonso X el Sabio. Los casi tres siglos que median entre la Plena Edad Media y la Modernidad vieron nacer las audiencias, los procuradores reales y, en 1385, el Consejo Real con Juan I. Del mismo modo, en Inglaterra se desarrollaban el Exchequer, la Cámara estrellada o el Anillo íntimo; y en Francia el Consejo real y la Corte de la Tesorería. Por tanto, el Estado de los Reyes Católicos, o más propiamente, “la Monarquía compuesta” de la que habló Jhon Elliott; no fue el capricho de Isabel y Fernando, sino la proyección del espíritu renacentista en España; con unas características similares a las de los demás países del entorno, pues todos ellos pretendían actualizar el clasicismo que la descentralización germánica había destruido.
Una realidad tan evidente no puede ser desmentida por ningún historiador, ni siquiera aunque los políticos que padecen, tanto al hablar la Guerra Civil como de la Edad Moderna, “alzheimer histórico”; se empeñen en ello. Si no les gusta que Franco pretendiera imitar a los Reyes católicos, o si acaso les parece mejor que una nación esté repartida entre cuarenta sátrapas y no exista una Ley común; es su problema. Pero la realidad no puede cambiarse de ningún modo; pues, como dijera Menéndez Pelayo, “afortunadamente es la historia gran justiciera”, y aunque se ultraje la memoria de los héroes que forjaron nuestra patria, nunca podrán borrar la huella que dejaron en nuestra Civilización.
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